Sagrado corazón de Jesús: Evangelio que palpita Nada humano es indiferente al corazón
"La Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús también nos sitúa ante el corazón palpitante del Evangelio. A ese corazón radical pero en sentido etimológico: un Evangelio que brota de las raíces y permanece ligado a ellas; en otras palabras, un Evangelio más cristiano auténtica y valientemente evangélico"
"¿De qué sirve un Dios con un corazón que llora? ¿De qué sirve un corazón tan compasivo como tan impotente? Probablemente es la misma pregunta que se hacían, y respondían, los que gritaban bajo la cruz '¡Baja y te creeremos!'"
"El Sagrado Corazón de Jesús es la imagen que también me recuerda en otra forma de ser Iglesia … De un Hijo de Dios en el que todo lo humano encontraba eco en su corazón"
"El Sagrado Corazón de Jesús es la imagen que también me recuerda en otra forma de ser Iglesia … De un Hijo de Dios en el que todo lo humano encontraba eco en su corazón"
La Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús también nos sitúa ante el corazón palpitante del Evangelio. A ese corazón radical pero en sentido etimológico: un Evangelio que brota de las raíces y permanece ligado a ellas; en otras palabras, un Evangelio más cristiano auténtica y valientemente evangélico. No hay verdadera fe cristiana y evangélica en la historia y en el mundo si no brota de una escucha radical de la Palabra, si no nace de captar y derivar la capacidad de leer el tiempo, de escuchar al Espíritu y, sólo entonces, indicar caminos y horizontes para el camino.
Cuando experimentamos un cansancio de la mirada -que seguramente es también un cansancio de la escucha- también porque a menudo hemos sumergido la raíz evangélica y la hemos enterrado progresivamente bajo nuestras fatigas, nuestras pérdidas, nuestras prerrogativas, nuestros razonamientos "correctos", nuestros cultos, nuestras estructuras, nuestros miedos. Tal vez hemos ahogado la raíz porque le hemos puesto tanto material humano, confundiéndolo con divino, que le hemos impedido dar fruto. En nuestro afán y arrogancia por saber ya, hemos sido muy poco radicales, sustituyendo lo pasajero y no esencial por lo que está en el corazón del cristianismo: una buena relación con el Dios encarnado, una relación íntima y luego abierta al mundo, que gira en torno a Cristo resucitado.
El anuncio auténtico y genuino del Evangelio está llamado a seguir reproduciendo en el cristiano aquel corazón a corazón del encuentro con el Cristo del Evangelio. Hay, en el fondo, un corazón a corazón -cor ad cor loquitur, citando a San John Henry Newman- con el Cristo del Evangelio, con el corazón del Dios encarnado, muerto y resucitado, con el corazón del Año de Gracia del Reino de Dios. Esa es la verdadera fuente de la profecía que necesitamos, y de ahí viene la apertura al Espíritu, que luego se convierte en movimiento hacia el exterior. Nada en el mundo nos dará la bondad de Cristo, excepto Cristo mismo. Nada en el mundo nos dará acceso al corazón de nuestro prójimo si no hemos dado a Cristo acceso a nuestro corazón.
La Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús es también una invitación, tan directa como saludable, a detenernos en la "radicalidad" de nuestro ser cristiano: que no es radicalidad de ideología ni de acción sino que es la radicalidad de acceso al corazón, es decir, la voluntad de hacernos y ser accesibles en nuestro corazón. Todo lo demás, me parece, es oropel, accesorio, secundario. Pero a menudo, en la vida cotidiana eclesial y en la espiritualidad cristiana, tendemos a confundir la floritura con la raíz de la fe.
Hace ya unos años, allá por noviembre de 2016, en una peregrinación a Tierra Santa presidí la celebración de la Eucaristía en la Iglesia del Dominus flevit. La denominación de la iglesia recuerda el llanto de Jesús ante la ciudad de Jerusalén (episodio conocido como Flevit super illam es decir "El Señor lloró sobre ella" [la ciudad] en latín), como se menciona también en el Evangelio (cf. Lc 19, 41-44). El interior de aquella Iglesia está dominado por una gran ventana colocada a la altura del altar mayor desde donde se puede contemplar la ciudad de Jerusalén.
Un corazón que se conmueve y que también "puede llorar". Para qué nos sirve un Señor… o una Iglesia así que "puede llorar". Me pregunto tantas veces ¿para qué sirve la Iglesia? Para anunciar y dar testimonio del Evangelio en el mundo, ciertamente; pero ¿cómo? La idea que solemos tener de la Iglesia es una idea en la que solemos ver a la Iglesia esencialmente como custodia y proclamadora de verdades. Verdades que deben ser afirmadas y reafirmadas, so pena de fracasar en su misión. Y me pregunto, ante el Sagrado Corazón de Jesús, si ésta es realmente la auténtica visión de la tarea de la Iglesia. Y, sobre todo, me pregunto si éste es realmente el modo de ser fieles a la misión de Jesucristo, aspecto del que -estoy convencido- la Iglesia de todos los tiempos no puede prescindir. Es decir, a la forma en que entendió y llevó a cabo su ser Hijo de Dios.
El Hijo de Dios pasó treinta años de su vida en total clandestinidad, sin decir nada, sin proclamar ninguna verdad, sino sólo compartiendo la vida de todos. Seguramente, también educando y aprendiendo la inteligencia de un corazón que se emociona, se conmueve y llora. Lo esencial, tantas veces lo hemos dicho, es invisible a los ojos… si no son los ojos del corazón. El Hijo de Dios realizó un primer gesto público poniéndose en la fila de los pecadores para recibir el bautismo, pidiendo perdón por pecados que nunca cometió, con la única intención de hacerse semejante a los pecadores. Un Hijo de Dios que pasó por las aldeas de Galilea haciéndose cercano a los que encontraba con sus gestos de atención y de curación antes que con sus palabras. Ciertamente, es un Jesús que no retrocedía cuando había que levantar la voz contra la injusticia, contra la hipocresía, contra la mojigatería de quienes pretendían considerarse justos en detrimento de los demás; pero que ante el dolor y el sufrimiento, en todas sus formas y variantes, Jesús se quedaba sin palabras, conmovido, con el corazón traspasado, y lloraba. Él lloró, como lo ha hecho, lo hace y lo hará todo el mundo. Y actuaba y hablaba como sólo Él podía hacerlo, entregando amor y devolviendo la vida.
¿De qué sirve un Dios con un corazón que llora?¿De qué sirve un corazón tan compasivo como tan impotente? Probablemente es la misma pregunta que se hacían, y respondían, los que gritaban bajo la cruz "¡Baja y te creeremos!". Si quieres que te creamos, ¡baja de la cruz! Si quieres ser un dios útil, un dios que nos importe, ¡debes bajar de ahí! Debes decirnos la verdad frente a la muerte; no puedes dejarnos a merced de nuestro sufrimiento, de nuestro dolor. No podemos pensar que un Dios que muere, un Dios que llora, un Dios que grita 'Padre por qué me has abandonado', nos sirve realmente para algo.
La Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús me recuerda también que no siempre tenemos una palabra. Y que tampoco tenemos la "última" palabra -tamquam definitive tenendam- que explique y agote el misterio. Y, sin embargo, sí hay un corazón en el que cabe todo, alegría y dolor, risa y llanto,… Sí hay un corazón capaz de conmoverse mostrando un amor y compartiendo y comunicando vida.
El Sagrado Corazón de Jesús es para mí una imagen entrañable. Era la imagen querida de mi difunta madre, su devoción más devota, emocionada y sentida. Era la imagen que presidía el salón de la casa que hacía de lugar de encuentro familiar. Es la imagen que también me recuerda en otra forma de ser Iglesia. Porque coincide con la manera que Jesús eligió para ser el Hijo de Dios en la tierra. No un Dios que resuelve nuestros problemas, no un Dios que nos pone en la cara soluciones fáciles para ser creídas intelectualmente, sino un Dios que se hace compañero de itinerario, que no nos aparta del vacío, del sinsentido, del abandono que nos coge cuando nos toca la muerte, sino que nos tiende la mano para que los atravesemos no solos sino junto a Él; que los experimentó primero y por eso es creíble, incluso cuando nos susurra al oído que todo esto no es la última palabra. De un Hijo de Dios en el que todo lo humano encontraba eco en su corazón.
Y sigo soñando con una Iglesia así, no sólo de palabra: una Iglesia que sepa dejar entrada en su corazón aquello sublimemente humano y divino; que sepa ser compañera de viaje, presencia que comparte y comprende cada situación humana, con pocas verdades pero mucha compasión en el corazón y mucha esperanza en la mirada, en las manos, en los labios; que sepa no decir sino hacer experimentar a cada ser humano, preferiblemente con sus gestos y cuidados, lo que significa que Dios no abandona y que se hace compañero de cada itinerario porque todo encuentra eco en ese corazón sabio porque es un corazón abierto y traspasado.
Etiquetas