Comentario a la lectura evangélica (Marcos 6, 7-13) del XVº Domingo "La página evangélica de hoy nos presenta que la misión no es fruto de una iniciativa personal"

Envío de los discípulos
Envío de los discípulos

"Amós responde recordando el momento en que recibió el mandato de profetizar, y casi parece que Amós, como otros, es profeta a su pesar, sólo por obediencia"

"Al enviarlos, se compromete en cierto modo: en adelante será juzgado no sólo por lo que Él haga, sino también por lo que hagan los suyos"

"¡Qué misterio: el carpintero de Nazaret, que murió colgado de la cruz, es la cabeza a la que serán reconducidas todas las cosas!"

El Domingo pasado leíamos sobre la falta de aceptación de los profetas dentro de su comunidad de origen. Hoy los colores se vuelven más oscuros: la profecía inevitablemente es rechazada por el poder establecido, aquí representado por Amasias, un sacerdote vinculado a la corte del rey. Hay que observar que el poder tiene mucho cuidado de no comprometerse con el derramamiento de sangre: “Vete, vidente, retírate a la tierra de Judá; allí comerás tu pan y allí podrás profetizar, pero en Betel no profetices más, porque este es el santuario del rey y es el templo del reino”. Que deje de hablar Amós porque al rey le basta con que las palabras del profeta no interfieran demasiado en sus decisiones.

Esta actitud prudentemente indulgente del poder es particularmente insidiosa; de hecho, nada excluye que la indulgencia sea correspondida con alguna "adaptación" por parte de la profecía. Amós responde recordando el momento en que recibió el mandato de profetizar, y casi parece que Amós, como otros, es profeta a su pesar, sólo por obediencia. “No fui profeta ni hijo de profeta; Yo era pastor y cultivaba sicomoros. El Señor me tomó, me llamó mientras seguía al rebaño. El Señor me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo Israel”.

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Discípulos

El mandato de Amós nos introduce en la lectura del relato evangélico de este Domingo: la misión de los Doce. Es seguramente hasta sorprendente. Hasta el domingo pasado teníamos vislumbres de un debate no resuelto sobre la figura de Jesús y aún recordamos a los apóstoles que se preguntaron, después de la tormenta: “¿Quién es éste?” Jesús, en cambio, rompe las vacilaciones y los envía, tal como son. Al enviarlos, se compromete en cierto modo: en adelante será juzgado no sólo por lo que Él haga, sino también por lo que hagan los suyos.

 Otros más experimentados que yo podrán comentar adecuadamente la descripción de la misión “de dos en dos”, “nada más que un bastón: ni pan, ni saco, ni dinero al cinto; sino calzando sandalias y no llevando dos túnicas”. Yo quisiera detenerme en otra frase: “Dondequiera que entréis en una casa, quedaos allí hasta que hayáis salido de allí”. Hoy diríamos que se trata de una elección imprudente. ¿Por qué comprometerse sólo con una familia, por ejemplo la de Priscila y Aquila, a quienes recordábamos el 8 de julio? Quizá la familia que te abre sus puertas no sea tan encomiable. O, desde otro punto de vista, ¿por qué ese "favoritismo" que tarde o temprano te expone a la crítica? Tal vez se puede repetir lo que también hemos dicho y decimos tantas veces: la encarnación también es esto, asumir riesgos.

 Luego está el no menos sorprendente y verdaderamente brusco del cierre del pasaje evangélico: “al marcharos sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos”. Por supuesto, también está, tremendamente real, el trágico desenlace de quedar expuestos al juicio por no haber aceptado la Palabra, cuando los enviados, 'pastores y cultivadores de sicomoros', nos la anunciaron.

 Sin embargo, el espléndido pasaje de la Carta a los Efesios sugiere una perspectiva mucho más amplia que complementa esta lectura. “El misterio de su voluntad, según la benevolencia que en él se propuso para el gobierno de la plenitud de los tiempos: reconducir a Cristo, cabeza única, todas las cosas, las que están en los cielos y las que están en la tierra”.

¡Qué misterio: el carpintero de Nazaret, que murió colgado de la cruz, es la cabeza a la que serán reconducidas todas las cosas! Todo el bien y todo el mal experimentado por las hijas y los hijos de Eva, la gran belleza y el dolor inocente… Todo, desde los granos de tierra bajo la hierba segada, hasta los cúmulos de galaxias, "reconducido" -signifique eso lo que signifique- a Jesús.

 Voy a intentar una comparación arriesgada. Es como si en Jesús tuviéramos el mapa conceptual, o el índice analítico, de todo el universo, y de quienes lo habitan, a lo largo de su historia. Objetivamente, todos los pequeños proyectos de (re)instauración del cristianismo, que resurgen de vez en cuando, solamente pueden palidecer ante esta recapitulación, en la plenitud de los tiempos, de todas las cosas del cielo y de la tierra a Cristo.

Misión de los doce

 El "cómo" se produce esta recapitulación universal en Cristo es una cuestión más que legítima que, respetando las competencias, lo dejo a los teólogos, a cada cual lo suyo. Igual que dejo a los teólogos la discusión sobre esa "predestinación". Me puedo contentar con "quedarme en la parábola" que escuchábamos en otro momento del capítulo 4 del Evangelio de Marcos: “Así es el reino de Dios: como un hombre que siembra semilla en la tierra; duerma o despierte, de noche o de día, la semilla brota y crece. Cómo, ni él mismo lo sabe”.

 Nosotros, que antes hemos esperado en Cristo, tenemos el don de vislumbrar, por desgracia no siempre con claridad, el sentido último de la marcha de la historia y del mundo. Y, en la medida de lo posible, en nuestra fragilidad, podemos acompañar este proceso de recomposición en Cristo; tal vez acelerarlo, al menos… no entorpecerlo.

La página evangélica de hoy nos presenta que la misión no es fruto de una iniciativa personal, no es expresión del protagonismo del creyente que se inventa como un aventurero de la fe o que se propone "salvar al mundo" con sus buenas y heroicas intenciones y disposiciones. El misionero es alguien llamado y enviado. Sólo así la misión puede ser sacramento de la presencia y de la venida del Señor. De lo contrario será una mera manifestación del protagonismo humano.

 El misionero no es un aventurero aislado. La vida en común de los enviados, su caridad, la calidad de su relación, son ya testimonio misionero que hace presente a Cristo a quienes encuentran. La hermandad de los enviados es el primer testimonio que certifica la bondad de su vida y de su anuncio. La primera dimensión constitutiva del envío en misión es, por tanto, la fraternidad que los enviados están llamados a vivir.

 Las disposiciones que acompañan el envío son extremadamente rigurosas y muestran que una segunda dimensión que llena de contenido la misión, además de la fraternidad, es la pobreza. La obra de anuncio del Evangelio, destinado principalmente a los pobres, debe realizarse con sobriedad y pobreza de medios. También porque el medio es ya un mensaje. Jesús sitúa la misión cristiana dentro del radicalismo evangélico. Parte de esta pobreza es el hecho de que Jesús no prohíbe lo superfluo, sino lo necesario, lo que podría hacer la misión más eficiente, rápida, productiva. ¡El punto de vista de Jesús definitivamente no es el de la eficacia operativa!

Y es que el relato evangélico nos muestra que el mensaje del enviado es su propia persona, es él mismo. El propio locutor se convierte en anuncio. El evangelizador mismo se convierte en evangelio. Ciertamente necesitamos evangelizadores creyentes. Y, no menos ciertamente, evangelizadores creíbles.

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