El Dios que me habla I (Buscad mi rostro)
Tendría aquella preciosa niña unos seis años. En apenas unos segundos saltó la valla, tropezó y rodó por el parterre inclinado del parque hasta un grueso pino. Su mamá, aterrada, corrió hasta ella, la levantó, la examinó, la consoló y secó sus lágrimas. Fue después cuando la oí decir: ¿Lo ves? ¡Dios te ha castigado por desobediente!
Me acerqué y le comenté con una sonrisa: ¡No mujer, no! Dios no castiga, somos nosotros los que cometemos imprudencias, errores, malas decisiones. Y, naturalmente, sufrimos las consecuencias. Él actúa como tú has actuado: socorre, abraza y consuela cuando, por nuestra estupidez, nos herimos.
Le conté esta historia a mi amiga Oliva, una viejita risueña y amable de mi Parroquia, cuya piedad siempre me admira. Me respondió con esa serenidad que ella derrocha:
- Es un ejemplo más de los "falsos dioses" que todavía anidan en el consciente o subconsciente de muchos cristianos. Caretas, caricaturas, rostros deformes, con los que retorcemos o negamos el verdadero rostro del Padre.
- ¿Tú tampoco crees en los "castigos de Dios", Oliva?
- ¡Desde luego que no! El "dios castigador y vengativo" no es el revelado por Cristo. Las consecuencias de nuestros actos son cosa nuestra porque el privilegio de la libertad individual nos hace responsables de ellos. El sol no puede castigarnos con la oscuridad. El sol, por su naturaleza, siempre brilla. Es nuestra decisión de vivir en la caverna lo que nos convierte en alimañas.
- ¡Me gusta tu metáfora! La Luz sólo puede irradiar luz, como el Amor sólo puede dar amor. Negarlo sería una contradicción metafísica, un imposible.
- Ciertamente Jairo. Por eso el infierno no puede ser una creación divina, como algunos creen todavía. El infierno es la "negación del bien" decidida por la libertad del hombre. Estamos creados para ser felices siendo y practicando el bien. Cuando nos alejamos de ese objetivo, nos hundimos en la infelicidad. Cuanto más lejos, más sufrimiento. Dios no castiga, Dios llama. Recuerda: "Pues Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él" (Jn 3,17). Ese versículo y los siguientes son maravillosos.
- Hay quien afirma que el infierno y el purgatorio comienzan en esta vida.
- Así lo creo yo. El sufrimiento progresa a medida que te alejas de la profundidad de tu ser, que es un tesoro repleto de dones o de valores, como decís ahora. Así nos han creado, aunque haya quien lo niegue o ignore. Unos se dan cuenta a tiempo que distanciarse de ese "centro de la persona" les hace sufrir y comienzan a buscar en su interior (la búsqueda del "reino de Dios" ¿recuerdas?). Otros se aferran al exterior como a un flotador. Sólo buscan las pequeñas felicidades (comida, sexo, lujo, acción, prestigio, imagen, ciencia, poder, etc.) y se van hundiendo en un vacío vital. Tardan en descubrirlo porque huyen de sí mismos.
A pesar de todo el ser emite señales, alertas, llamadas, que la persona puede oír o desoír. Bien podemos llamarlas "la voz de la Madre Dios". A veces un accidente, un infortunio, una enfermedad… provoca que la persona se dé cuenta de su libertad errada. Algunos persisten en su error hasta la muerte. Tendrán que rectificar después y hacer una dolorosa rehabilitación: "allí será el llanto y el rechinar de dientes" (Lc 13,28).
- ¿Esa rehabilitación es el infierno?
- Así lo veo yo. Puede que esa rehabilitación -digamos "temporal" para entendernos- sea más dura que las llamas y demonios de nuestra imaginación mítica.
- ¿Y esa interpretación tuya del infierno te asusta o no?
- Mira Jairo, me asustaría muchísimo si no hubiera hecho de mi vida un camino de progreso y permanente rectificación. Sería horroroso que, después del último sueño, me encontrase con que tengo que empezar a humanizarme de nuevo.
- Pues hay muchísima gente que piensa "salvarse" de las llamas del infierno tradicional a base de ritos y agua bendita.
- Me parece una visión miope. "Salvarse" es humanizarse, aprender a ser persona, asignatura para toda la vida. Y no es posible ser persona completa si no has descubierto la Transcendencia dentro de ti. Todos, absolutamente todos, estamos construidos con apertura al Infinito, al mismísimo Dios. Él late en nuestro fondo. Como esos chalés de película, construidos sobre el mar, en cuyo bajo tienen su mar particular, su salada piscina turquesa. Quien descubre esto y se deja inundar está salvado. Es "el reino" de que habla el Evangelio, la misma vida de Dios que pugna por crecer en nosotros y hacernos felices. El obstáculo siempre es el mismo: la libertad, ese poder que Dios nos ha dado de decir sí o no.
- O sea, que tú ni temes ni crees en castigos.
- Temo de otra forma. En mi niñez y juventud me aterrorizaba el infierno y el purgatorio. Hoy lo que temo son mis malas decisiones, el mal uso del don de la libertad. El infierno castigo no existe, existe la autoexclusión, el destierro voluntario, la negación del ser humano que soy. El infierno no existe como no existe la oscuridad. Llamamos oscuridad a la ausencia de luz e infierno a la ausencia de bien, de amor, de humanidad. En el Evangelio se habla de "tinieblas exteriores" (Mt 22,13 y más), el lugar de la huida de nosotros mismos. Y, fíjate, es imposible caer en esas "tinieblas" cuando estamos anclados en la luz interior, es decir, en Dios mismo que nos habita y acompaña siempre, siempre...
Por eso no creo en el infierno eterno, siempre cabe el retorno. Si el infierno es la consecuencia de nuestra mala elección, siempre cabe rectificar. Ocurre sin embargo -lo podemos observar en esta vida- que cuanto más empecinado estás en un error más cuesta salir de él. Por eso necesitamos rectificar raudo, retomar el camino constantemente.
El Dios que a mí me habla, el decidido buscador de la oveja perdida, no fracasará. No sé cómo pero triunfará. Esta certeza no me induce a relajarme. Todo lo contrario. Me empuja a dejarme encontrar, abrazar y cuidar por ese dulce Pastor que, "aunque mi madre me olvidara, Él no me olvidaría" (Is 49,15).
- Explicado así, parece fácil y bonito. ¡Basta con administrar sabiamente la libertad!
- Sí, pero la oscuridad ambiente y nuestra propia oscuridad nos hacen cometer errores de elección. Nadie nos enseñó a discernir desde la "conciencia profunda", desde la sabiduría interior. Se enseñan normas, cuadrículas, leyes. Si no comprendemos la utilidad de esos indicadores, desconfiaremos de ellos y terminaremos olvidándolos. Si a eso añadimos tantas falsificaciones del rostro de Dios como circulan por ahí, aún entre nuestra gente, es comprensible que haya muchos que le rechacen, le abandonen, le ignoren o pretendan utilizarlo.
En el rincón de la iglesia, donde cuchicheábamos, mi anciana amiga me tomó la mano, la apretó entre las suyas y me invitó a repetir:
Mi Dios Amor: Abrázame y abre mis brazos.
Mi Dios Bondad: Empújame al bien.
Mi Dios Entrega: Envíame.
Mi Dios Felicidad: Atráeme.
Mi Dios Hermosura: Imprégname.
Mi Dios Luz: Enciéndeme.
Mi Dios Paz: Sosiégame.
Mi Dios Ternura: Suavízame.
Mi Dios Torrente: Inúndame.
Mi Dios Poder: Enséñame a confiar en mi poder recibido.
Para que Tú seas cada vez más en mí. Amen
Estas "invocaciones desde lo hondo", como ella las llamó, se me antojan un glorioso repicar de campanas, una gozosa contemplación, un auténtico oasis en nuestro polvoriento camino de vuelta al Padre. Me adhiero sin dudarlo a este Dios Amante e Inmenso.