¡Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa! - (¿La formación religiosa de hoy forma o deforma?)
Me contaron que un profesor de mi juventud murió en "olor de santidad". Y como botón de muestra me expusieron que, en sus últimos días, pedía la presencia de su confesor continuamente.
Menos mal que yo había conocido a aquel santo dominico y sabía de su serenidad, de su dulzura, de su paciencia, de su entrega y disponibilidad, de su alma llena de músicas, de su callada aceptación de la enfermedad. Todo eso sí son signos de santidad. Pero no el que pidiera compulsivamente un confesor en sus horas póstumas.
Esto último era el desvarío de la "culpa" sicológica con que nos han educado a muchos, el peso del pecado como "ofensa a Dios", que puede llegar a desequilibrar a una persona hasta límites insospechados. Podría también ser la fiebre de un "perfeccionismo patológico" que es un desequilibrio más emparentado con el orgullo que con la virtud.
¡Qué bueno fue irme saliendo de esa cadena de plomo y descubrir que el "pecado" no es ni puede ser una ofensa a Dios! Sencillamente porque no le podemos alcanzar ni herir de ningún modo. Es absurdo pensar que quien se aleja de tierra firme está ofendiendo a la costa. Tan solo se adentra, bajo su responsabilidad, en los imprevisibles peligros del mar. Además, para que haya ofensa, debe haber un ofendido. Y he aquí que nuestro Dios, el Abba evangélico, no podría ofenderse jamás porque su esencia es amar y perdonar.
Y, si no podemos alcanzarle ni hacer que se ofenda, entonces es totalmente ridículo pensar que su venganza será terrible, que nos responderá con rayos y truenos, enfermedades o terremotos, como creían nuestros ancestros y tal vez muchos mortales de hoy. Esa es una imagen antropológica de un inexistente "dios castigador". El Dios verdadero, el revelado en el Evangelio y el que late en nuestro corazón, no puede ser más que Amor, gratuito e infinito, derramándose en sus creaturas racionales y libres, semejantes al Padre que las engendró.
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Del uso de esa racionalidad y libertad dependerán los resultados de nuestra vida. Por tanto, deberíamos hablar más de "responsabilidad" que de "culpabilidad".
La primera ley que nos deberían enseñar es la "ley de la causalidad", a tal causa tal efecto. Si nos dedicamos a apedrear nuestro tejado, no podemos pensar que Dios nos castiga con goteras (piénsese en el maltrato a la madre Tierra, por ejemplo). Si no cuidamos nuestro cuerpo y respetamos su naturaleza, no podremos acusar al Cielo de las enfermedades consiguientes. Si no sembramos, no tendremos cosecha.
Y así sucesivamente. Con la salvedad de que la creatura humana tiene comienzo pero no tiene fin y las "consecuencias" pueden llegar tras la muerte. El que llega "inmaduro" tendrá que pasar por la incubadora, eso que llamamos "purgatorio" e "infierno", que no sabemos en qué consisten. Solo sabemos que son la "consecuencia" de nuestra irresponsabilidad e inmadurez humanas. Y deducimos, con toda lógica, que de errores "temporales" no pueden derivarse consecuencias "eternas", sino limitadas y proporcionadas.
Para ser "responsables" (reconocer y aceptar las consecuencias de nuestra conducta) tenemos que partir de nuestra naturaleza humana, es decir, de que tenemos inteligencia, voluntad y libertad. Si nos alejamos de esa realidad y nos comportamos como animales (nuestra otra naturaleza) no podremos quejarnos de terminar enjaulados, cazados o abatidos.
Todos nuestros "pecados" no son más que quebrantos de nuestra humanidad con los que nos causamos "daño" o hacemos "daño" a otros. Y ese "daño" tendrá para el causante consecuencias más o menos graves, permanentes o fugaces, visibles o invisibles, según la gravedad y persistencia del "daño" causado. Otra vez la "ley de la causalidad", así de sencillo. No sé si esta lección básica se nos enseña suficientemente o se nos sigue amedrentando con una supuesta "culpa" por ofender a un Ser divino, invisible, inalcanzable y etéreo.
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Y, para ser "responsables", no basta ser coherentes con los dones genéricos citados. También hay que descubrir, y ayudar a descubrir, nuestros dones específicos, nuestras personales potencialidades. Cada uno nacemos con un perfil personal, con unas capacidades que desarrollar, con una combinación de dones personalizada y distinta de los otros. Son como las huellas dactilares de nuestro ser, de nuestro fondo preciosísimo, "nuestros talentos" los llama el Evangelio.
Los cristianos hemos descuidado la búsqueda de ese "caudal humano positivo" y su enorme energía. Y nos hemos dedicado a cazar y clasificar pecados como quien colecciona mariposas. Nos hemos anclado en "lo negativo", en los conceptos judaicos de culpa y ofensa divina, superables solo con castigo o expiación. Hemos inventado incluso la autoagresión como medio para satisfacer a un "dios sediento de sangre y dolor". ¡Guías ciegos! (Mt 23,16) ¡Pero qué sabio es el Evangelio!
Lo primero que deberíamos enseñar a nuestros hijos es a descubrir su rica personalidad, sus íntimas aspiraciones, sus dones individuales, sus talentos. Desde ahí podrán vislumbrar una básica y consecuente religiosidad: agradecer, adorar, admirar a ese Ser que se derramó en el arco iris de su alma. Porque, hijos míos, vuestros padres no os dimos más que un cuerpo, con todas sus fragilidades y condicionamientos genéticos. Pero las sublimes potencialidades humanas que portáis dentro no son obra nuestra. Tan solo contribuimos dándoos un "ambiente humano" propicio para que se desarrollaran.
Cuando les hablemos de "pecado" hay que explicarles muy bien que pecado es "hacer daño" a uno mismo o a otros. Y que esos "daños" (pecados) provienen de no utilizar y desarrollar las capacidades humanas que se nos han dado para hacernos felices y hacer felices a los demás.
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Cuando les hablemos de arrepentimiento o conversión y del correspondiente Sacramento, habrá que empezar por concienciarles de la naturaleza humana "positiva" que todos portamos dentro. Solo desde ahí, desde las luces, podremos descubrir las sombras, las omisiones, los daños que nos hemos infligido a nosotros mismos y a otros.
Eso les introducirá en la "responsabilidad" más que en la "culpabilidad" de romper unas cuadrículas aprendidas. Eso les llevará al convencimiento práctico de que solo el desarrollo personal, el cultivo de los talentos, nos acercará a la felicidad y aportará felicidad a los demás.
No es verdad que nuestro ser esté empecatado o nazcamos corrompidos. Nacemos con un "fondo positivo" indescriptible, con libertad y capacidad de discernir. Aunque soportemos la cáscara de una naturaleza animal instintiva y frágil.
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Cuanto he escrito hoy ha surgido tras la lectura de este correo-e de un lector:
[ Querido Jairo: Llevo mucho tiempo callado, pero hoy no puedo reprimir mi alegría al leerte porque me he empapado del capítulo "El Dios que me habla" (1) de tu libro "Meditaciones desde la calle". No puedo sino darte nuevamente mil gracias por pasar por estos "sotos" con presura... Gracias porque conforme iba leyendo me iba inundando una paz, una alegría interior que me ha hecho sentir bien. Me he sentido en muchos pasajes perfectamente retratado. Me has puesto frente a mis miedos, frente a mis temores más íntimos y me has soltado en manos de un Amor que siempre ha estado ahí.
El lastre del "dios castigador", que muchos católicos llevamos, es un lastre tan asumido que muchas veces hasta lo veo como normal. Siempre machacándome, siempre en estado de continua insatisfacción, siempre bajo la sombra de la culpa.
Hace poco me di cuenta del dolor que nos han generado nuestros educadores católicos. No quiero cebarme con ellos, no. Sé que intentaron hacerlo lo mejor que sabían.
Pero su inmovilismo, su falta de búsqueda, su bloqueo mental y ausencia de evolución, ésa que sueles mencionar en tus escritos, quizás fueron las causas de unas orientaciones dañinas.
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Se me hizo evidente cuando mi hija, una niña feliz, responsable, bien educada, asistía a la catequesis y súbitamente se volvió triste. Una noche la descubrimos su madre y yo llorando en su cama porque el catequista la había hecho "ver" sus "pecados". Estaba angustiada. Gracias al amor, la paciencia y las explicaciones de su madre, las cosas no pasaron a mayores...
Pero esa vez, te lo aseguro, sí me dolió. Me dolió por ella y por mí que llevo todavía clavada la "culpa" en mi subconsciente. Yo había arrastrando esa sensación durante mucho tiempo, me veía reflejado en ella, pero no tuve tanta suerte. Nadie me habló de crecimiento, de lo positivo que llevo dentro, de responsabilidad y agradecimiento al Padre. Pero sí de culpas, de pecados, de ofensas a Dios, de castigos eternos, de penitencias reparadoras, de sacrificios expiatorios...
Aquel sentimiento lo interioricé y así hasta hoy en que no he logrado anular al "dios del mazo" ante el que me siento vulnerable e indefenso. De vez en cuando ese viejo sentimiento me asalta, me atrapa y es un lastre, un dolor, un temor, que me impiden acercarme al Dios Amor del que nos escribes permanentemente.
Por eso tu libro y ese capítulo en particular ha sido un racimo de alegrías. Gracias y que el Dios Amor te siga bendiciendo porque está claro que, con el cultivo de ese tu don, todos ganaremos. Un abrazo con todo mi agradecimiento. ]
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La experiencia de este lector es muy común. Muchos padecemos temores y dudas muy parecidos, aún permaneciendo fieles a nuestra Iglesia. Pero hay otros muchos -deberíamos darnos cuenta- que han rechazado a la Iglesia como autodefensa ante una "culpabilidad" que no les deja vivir, ante unos juicios de "gente de iglesia" que les han estigmatizado o hundido. Es la escandalosa "contradicción de los buenos".
¿Aprenderemos algún día a vivir en positivo, a hablar de responsabilidad, de causalidad, de cultivar los talentos? ¿Llegaremos a fijarnos en lo positivo que hace crecer a las personas sin juzgar, tan solo ayudar?
Me atreveré a repetir: Nuestra religión cristiana es una religión humanizadora, positiva, luminosa y alegre. Huid de quien os predique lo contrario.
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(1) Enlace a "El Dios que me habla":
(http://blogs.periodistadigital.com/jairodelagua.php/2009/09/14/p246376)
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