La oportunidad perdida
Permitidme que recuerde y actualice mis reflexiones. Podrán servir para que los católicos animemos a nuestros curas. Posiblemente muchos lo agradecerán.
Millones de católicos asistimos a la santa Misa domingo tras domingo. Escuchamos pacientemente, durante muchas horas al año, al cura de turno. ¿Qué recibimos? La sensación global es de decepción, cansancio y rutina. Es cierto que los fieles, en demasiadas ocasiones, nos distraemos, nos evadimos y evitamos que la Palabra nos apriete. Pero no es menos cierto que los sacerdotes nos hablan con demasiada frecuencia “en lenguas”, es decir, incomprensiblemente.
La mayoría nunca escribe una homilía. Otros muchos ni siquiera la preparan. Confían en su preparación remota para sacar alguna enseñanza, generalmente abstracta y manida, a las lecturas del día. Tampoco se les nota entusiasmo o convencimiento personal, eso que nosotros intuimos más allá de las palabras, eso que borbotea en el tono, en la inflexión de la voz, en la mirada, en los gestos o en ese silencio forzado por la emoción.
A nuestros modernos predicadores les sobra teoría y les falta testimonio. La forma de celebrar, de orar, de leer, de moverse y hasta de revestirse, son un testimonio personal que llega directamente a los fieles. La misión sacerdotal es escénica en gran parte y los fieles captamos muy bien si en esas escenas hay vida o son teatro rutinario. En el comentario a la Palabra los oyentes somos más sensibles a las experiencias personales y a los ejemplos de vida que a la construcción de maravillosas lecciones. Lo peor llega cuando falta lo uno y lo otro.
Por si sirve de ayuda, distinguiré los perfiles más frecuentes entre los predicadores de nuestro tiempo:
1. Predicador abstracto: Es el perfil más frecuente. Utiliza frases grandilocuentes con poco o nada de significado práctico. Prefiere las afirmaciones teóricas. Abusa de frases hartamente repetidas o de conceptos reiterativos con los que se mueve en círculo como un avión que no puede aterrizar. Es incapaz de sacar una conclusión práctica, actualizada y comprometida de las estampas evangélicas. Está petrificado “en aquel tiempo”. Los más intelectuales utilizan un argot teológico, muy distante y distinto del lenguaje del Pueblo. De todo ello resulta un discurso cerebral y frío, palabras que suenan huecas, retóricas, desconectadas de la vida. Los fieles -si logramos estar atentos- salimos con la cabeza caliente, los pies fríos y un hartazgo de rutina.
2. Predicador concreto: Hay generaciones de curas que ya conocen el consejo de “predicar con la Biblia en una mano y el periódico en la otra”. Utilizan con profusión las noticias de actualidad -en especial las catastróficas- y se rasgan las vestiduras con gran convicción. ¡Por fin alguien baja a la realidad! El problema surge cuando se olvidan de su misión y se meten en la filigrana política, en afirmaciones demagógicas, en descalificaciones personales, en juicios sectarios. Terminan olvidándose de la Biblia dejándonos con las heridas abiertas. En estas ocasiones los fieles nos marchamos hundidos porque las impotentes y desesperadas palabras del preste no alumbraron un rayito de esperanza. Esos días el cura no supo, no pudo o no acertó a cumplir aquello que recomendaba Pedro: "Dad razón de vuestra esperanza" (1 Pe 3,15).
Hace tiempo, desconcertado por un predicador de este tipo, preguntaba yo a mi Obispo: ¿Es constructivo que un párroco se quede habitual y reiteradamente en la exposición catastrofista y pesimista de los problemas del mundo, sin apuntar la más mínima esperanza cristiana o exponer las soluciones que, para esos males, propone la Iglesia? ¿En el mundo actual es todo pesimismo y cuestión de dinero? ¿Es normal que un sacerdote no sepa dar razón de su esperanza ni siquiera manifestar que la tiene? ¿Debemos conformarnos con sufrir y llorar la impotencia de no poder solucionar los problemas del mundo, o existe algo positivo que los individuos podamos hacer sin renunciar a la alegría y optimismo cristianos?
3. Predicador profético: Tiene parecidos con el anterior. Suelen ser curas monotemáticos. Siempre hablan de lo mismo sea cual fuere el auditorio. Los temas que les polarizan pueden ser la pobreza, el dinero, la política, el inmovilismo de la Iglesia o los defectos de los superiores. Miran siempre hacia fuera y hablan de los cambios necesarios en la sociedad pero se olvidan del cambio personal, fuente de todo cambio. No admiten críticas porque se consideran a sí mismos profetas y progresistas incomprendidos. No carecen de buena intención aunque, como muchos del perfil anterior, sólo se mueven de tejas abajo.
Conozco una parroquia con mayoría de viejitos, enfermos, jubilados, algún inmigrante, alguna religiosa y escasos jóvenes, todos de muy modesta economía. Su párroco se empeña en hablar siempre de la pobreza ajena y los grandes problemas del orbe, olvidándose de las necesidades de sus propios feligreses. Se parece mucho a aquel capellán de clausuras que sólo predicaba a las monjas sobre el divorcio, el aborto y la maldad de los anticonceptivos.
4. Predicador lector: Hay quienes humildemente reconocen que no tienen “don de palabra” o que, sencillamente, no han podido preparar la homilía. Tiran de libro y leen el texto que otro escribió para el momento. El resultado dependerá del libro y autor elegidos. A los fieles esta actitud nos parece honrada, humilde y práctica. El que lee no se enrolla ni se pierde en su disertación. Si además lee bien y con sentido, si la homilía es sabrosa, concreta y breve, el resultado suele ser muy satisfactorio. Pero esta actitud de humildad, de apoyarse en otro, de figurar sólo como portavoz, no es habitual por desgracia.
5. Predicador meditador: Es la simplicidad pura con discurso mínimo. Se limita a repetir y destacar del texto bíblico aquellas frases más significativas, más contundentes, más iluminadoras para el momento. Es decir, las medita en el sentido más clásico de “repetición con eco interior”. Si acaso, interpela a los asistentes con alguna pregunta directa. Cumple aquello de: “La boca del justo medita la sabiduría” (Sal 37,30), saborea con su boca y su corazón, se empapa. He de reconocer que este tipo de predicación me resulta muy provechosa, sobre todo si hay participación ágil de los fieles. Muy pocos curas practican hoy este tipo de predicación y es una pena. Yo me imagino al dulce Francisco predicando de esta manera y dejándose emocionar hasta las lágrimas por las palabras de la Palabra.
6. Predicador completo: Suele escribir y proclamar sus propias homilías. Intercala repeticiones de lo más esencial del texto bíblico. Utiliza el testimonio personal y ejemplos de la vida real. Evita en lo posible afirmaciones abstractas o teóricas. Saca conclusiones prácticas para hoy y para su auditorio concreto. Denuncia los errores y las actitudes negativas sin caer en el derrotismo o el juicio de personas. Concreta los medios y actitudes fundamentales para progresar como cristianos y como personas.
Se sirve con asiduidad de la narración histórica, del cuento, chiste, anécdota, dicho o refrán. Intenta llegar por todos los medios: voz, música, canciones, gestos, símbolos, etc. De vez en cuando sorprende con algo inesperado. En ocasiones propone la participación ordenada del auditorio con preguntas o testimonios. Habla desde sus experiencias y aspiraciones personales más que desde sus conocimientos intelectuales (“ex abundantia cordis...”). No pretende decirlo todo el mismo día y se ciñe a proclamas breves. Después es capaz de ponerse humildemente a la escucha para percibir las reacciones de sus oyentes e, incluso, promueve la confidencia crítica.
Este es, muy resumido, el resultado de mis observaciones. No logro explicarme que se olvide la importancia de esa predicación semanal, único alimento que muchos católicos reciben en este precipitado mundo.
Nuestros curas y jerarquías se quejan, con razón, del distanciamiento actual entre Iglesia y Sociedad. Buscando remedio se consumen muchas horas en programar e impartir catequesis, cursos, charlas, encuentros, etc. Sin embargo, la oportunidad de la Misa dominical se desperdicia. Ese "gota a gota" semanal podría regar mucha tierra yerma.
A veces pienso que los católicos nos aproximamos hambrientos a la higuera eclesial y no encontramos más que hojas, buena sombra, pero ningún fruto comestible que alivie nuestra flaqueza y nuestro vértigo en un ambiente desolado y agobiante (Mc 11,12 – Jer 8,13 – Miq 7,1). Otras veces me imagino, lisiado y sentado en el templo, clavando los ojos en los herederos de Pedro y Juan. No espero oro ni plata, pero sí una mano amiga que me contagie energía y fe suficientes para ponerme en pié y caminar bendiciendo a Dios (He 3,5). Si esto falla, ¿dónde iremos a fortalecer nuestra humanidad, donde hundiremos nuestras raíces para encontrar la imprescindible vida?