¿Por qué la pasión y muerte? (Cuaresma 4)


¿Y la pasión y muerte? De ninguna manera son divinas, ni sagradas. Son hechura de nuestras manos asesinas, como lo son las "crucifixiones" a que sometemos hoy a tantos hermanos nuestros. Son nuestra terrible respuesta al que viene a ayudarnos.

Nos lo escribió claramente Juan: "La luz verdadera, la que alumbra a todo hombre, estaba llegando al mundo. En el mundo estuvo y, aunque el mundo se hizo mediante ella, el mundo no la conoció. Vino a su casa, pero los suyos no la recibieron" (Jn 1,9). Lo cuenta el mismo Jesús en la "parábola de los viñadores homicidas" (Mt 21,33).

No existe una cruz redentora querida por Dios. Él aborrece el sufrimiento de su Hijo y de sus hijos. Existe el horror de la cruz con la que aplastamos al Justo, al Bueno, al Pacífico, en contra de la voluntad de Dios, para proteger -terrible y vergonzante paradoja- la religión. (Los religiosos de hoy deberían meditar seriamente esta historia).

Ante nuestra libertad criminal, Dios pudo quitárnosla de un plumazo: "¿Crees que no puedo pedir ayuda a mi Padre que me enviaría doce legiones de ángeles?" (Mt 26,53). Hubiese sido la destrucción del hombre porque sin libertad dejamos de ser humanos. Su obra creadora hubiese fracasado. La respuesta no fue fulminarnos sino enseñarnos, cogernos de la mano. Y ahí entra la pedagogía del Crucificado: "vencer el mal con abundancia de bien" (Rom 12,21).

Ante esa atrocidad de nuestra libertad deicida, Él certifica con su sangre el contenido de su predicación, los valores que mantuvo siempre, incluso ante una muerte atroz: paz, amor, verdad, confianza, bondad, perdón, fortaleza, oración, aceptación... Y se convirtió así en ejemplo, en camino, en luz y en fortaleza para tantos mártires posteriores y para todos los que hoy pretendemos seguirle.
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La muerte del Señor no tiene ningún sentido expiatorio, ni salvífico, ni sacrificial, ni perdonador. Eso es colgarle a Dios nuestro crimen, como si Él nos exigiera la sangre de su Hijo para perdonar y salvar. ¡Qué atrocidad!

El Padre Bueno, que yo vislumbro, nos tiene perdonados desde la eternidad. Lo que quiere ("su voluntad") es que nos abramos a ese perdón, soltemos nuestros fardos y caminemos ligeros a su encuentro.

Él no busca "sacrificios ni ofrendas" sino adhesión a su Hijo, al Santo, al Modelo, porque esa adhesión nos lleva hasta la felicidad ofrecida, hasta nuestra Casa. ¿Cómo hemos podido quedarnos en el madero, fabricado por manos asesinas, y perder de vista la adhesión al Crucificado, a su doctrina, a sus actitudes, a su ejemplo? ¡Esto es lo que nos salva y no el madero!

Cuando Pablo dice: "Completo en mi carne lo que falta a la cruz de Cristo" (Col 1,24) no está hablando de dolor y sangre. Lo que le falta a la cruz es tu adhesión y la mía, mi constancia y la tuya en el seguimiento al Crucificado. Lo mismo ocurre con la manida y mal interpretada frase: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mt 16,24 y Sinopt.). Tampoco es invitación a un dolorido y sangriento sacrificio. Hemos exagerado hasta el extremo la llamada al dolor y la sangre queriendo saciar el hambre de Dios. ¿Qué dios -lo repito- se alimenta de dolor y sangre?

Con esas palabras nos está llamando al equilibrio de nuestra parte animal, al abandono de los espejuelos, al lógico esfuerzo de la adhesión y el seguimiento, a la lucha por la felicidad ofrecida. Cualquier padre humano recomienda lo mismo. Y cualquiera que haga oración profunda sabe del gozo de la adhesión porque ya late en el fondo de nuestro hambriento corazón. ¿Dónde está, si no, la buena noticia?
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Los humanos estamos programados para la felicidad, es irremediable que la persigamos. Lo dramático es que creamos -conscientes o inconscientes- que está en la satisfacción animal. Por eso el Señor nos abre los ojos y nos señala el gozoso camino de la felicidad auténticamente humana, la que nos llena y satisface plenamente. ¡Pregúntale a la Samaritana!

La pasión y muerte son el testimonio extremo y la coherente consecuencia final de un Camino, una Verdad y una Vida, la "Vida de Dios", el "Reino", que Él nos reveló y al que vino a llamarnos.

Contra esa liberadora y gozosa vida nueva se levanta -ayer como hoy- el "mal religioso" (cerrazón, complejidad, inmovilismo, fanatismo, coacción, violencia… "ni entran ni dejan entrar", ni viven ni dejan vivir) aliado con el "mal político" (dominación e injusticia flagrante).

Su preciosísima sangre no nos salvó, se la arrancamos nosotros, asesinos, violentos, torturadores, ciegos... Lo que nos salva es nuestra adhesión al Crucificado, real y concreta, aquí y ahora, hasta el punto de llegar a derramar -si llega el caso- hasta la última gota de nuestra sangre por comportarnos como Él, por imitar su modelo de humanidad, por abrazar la verdadera felicidad perpetua.

¿Cómo no hemos acertado a comprender todo esto? Tiene razón el acusador de mi sueño: "Vosotros estáis con Cristo más para venderle que para comprarle".

Muchas veces nos quedamos en la sensibilidad y el dolor de la cruz, nos estremece tanta crueldad. Pero NO profundizamos en las lecciones que en ella nos dejó el Crucificado.

En la cruz existe un lúgubre ANVERSO: Es el instrumento de tortura abominable con que el "mal religioso" y la masa ciega condenan al Justo (una vez más matamos a los profetas...). Convertir el patíbulo en fetiche salvador es pura idolatría.
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De este ANVERSO se deduce que no podemos ser promotores de atormentadas cruces, ni para nosotros mismos ni para los demás, sino sembradores de la dulzura, la paciencia y el perdón del Crucificado. En este ANVERSO vemos, cara a cara, la crueldad y el dolor a que nos lleva la deshumanización. Y podemos oír al Crucificado gritarnos: ¡No sembréis el mundo de dolor! ¡Por aquí no! Y lo que yo llamo la 8ª Palabra: ¡NUNCA MÁS!

Sin embargo, la "mentalidad judía" de los primeros cristianos lo entendió justo al revés. Y ha ido goteando durante siglos por la interpretación literal, el inmovilismo acrítico y la coacción religiosa. Repitiendo y repitiendo hemos llegado hasta hoy cantando la "expiación redentora" y la "feliz culpa", a pesar de que muchísimos católicos -clérigos y laicos- caminan ya, desde hace mucho tiempo, por la interpretación que estoy intentando balbucear.

¡Cuánto necesitamos meditar esta realidad y olvidarnos del "dios sádico" que reclama dolor y sangre para perdonar y meritar! Especialísima reflexión deberían hacer los religiosos, hacia dentro de sus propias comunidades, y cuantos tienen la misión de apacentar al Pueblo de Dios, porque "nadie da lo que no tiene". ¿Cómo no acertamos a ver en la cruz nuestra espeluznante obra torturadora, repetida a lo largo de los siglos con el mismo falso argumento: "la voluntad de Dios"? ¿Qué voluntad y qué dios?
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Pero la Cruz -con toda lógica "escándalo para los judíos y necedad para los griegos" (1Cor 1,23)- tiene un REVERSO luminoso que se nos resiste, lo mismo que a judíos y griegos: La Cruz es la síntesis de los valores del Crucificado, de todo aquello por lo que se deja matar.

Por eso es el símbolo de los cristianos, el resumen de toda su doctrina. Por eso no puede llamarse cristiano el que porta o besa una cruz, se cree salvado, repite unos ritos, pero no se conduce de acuerdo a los valores implícitos en ella. Porque no es el símbolo lo que salva sino el testimonio de lo que simboliza. La Resurrección probará que esa opción, esos valores, son el camino de la felicidad y triunfo definitivos.

Y le llamamos Redentor porque ciertamente nos redime de nuestra ceguera, de nuestros temores, de nuestra desesperanza, de nuestro fracaso como seres humanos. Su dolor resucitado, además de certificar el Mensaje, es consuelo y esperanza para los que sufren, en cualquier época, bajo las garras del mal: "No tengáis miedo de los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma" (Mt 10,28). "Como Él ha pasado por la prueba del dolor, puede auxiliar a los que ahora pasan por ella" (Heb 2,18).
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El corazón maternal de Dios no podía renunciar a su deseo de hacernos felices. Ésa es la finalidad de la Creación, de la Encarnación y de la Redención. Ése es el regalo de su Gratuidad. Quien estúpidamente lo rechaza en esta vida tendrá que rehabilitarse en la otra, tendrá que hacer la dolorosa gimnasia de convertirse en humano y sufrir indeciblemente al darse cuenta de que rompió su décimo premiado y tiene que volver a empezar.

La posibilidad de ser feliz está indisolublemente ligada a la naturaleza humana. Un animal podrá estar satisfecho pero no feliz. Nadie que renuncie a la "imagen y semejanza", inmersa en su humanidad, podrá encontrar la felicidad. Por eso "la parábola del hijo pródigo" -síntesis de todo el Evangelio- es una historia de gratuidad, libertad errada y felicidad recuperada: "volveré junto a mi padre" (Lc 15,18).

Ni salvados, ni redimidos... de esa manera que aprendimos, porque la redención no es la sangrienta teoría estática, abstracta, comercial y milagrera que nos explicaron. La Redención -con mayúscula- es la fuerza dinámica del propio Cristo, encarnado, muerto y resucitado "para" nosotros y "por" nosotros.

Él es el Camino que hay que andar, la Verdad que hay que descubrir y la Vida que hay que desarrollar. Y no solo para alcanzar la felicidad de allá sino la de acá, en la medida de nuestra capacidad. La "paradoja de la Cruz" es que nos señala precisamente el remedio para disminuir el dolor de este mundo (recuérdese la serpiente de bronce). El dolor de la cruz y su origen es lo que hay que EVITAR. La Luz de la Cruz es lo que hay que IMITAR.
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¡La Redención viva, actual y verdadera está plantada por Cristo, es el mismo Cristo! Pero somos nosotros los que tenemos que hacerla realidad en nuestra persona, en nuestro tiempo y en nuestro mundo.

Es delante de nosotros donde está la Redención y no detrás, porque delante de nosotros camina el siempre Primero. En sus huellas -traspasadas por nuestro pecado- está la Salvación. Ahí están las dinámicas "parábolas del reino" para ratificarlo.

Ni salvados, ni redimidos... de esa manera que nos contaron, pero SÍ iluminados, amados, llamados, atraídos, esperados y abrazados. ¡Esa es la Redención real, concreta, viva y actuante! ¿No es para volverse loco de alegría y pegar el aleluya hasta en el carnet de identidad?

Y, si hablamos de salvación eterna, debo "dar razón de mi esperanza" (1Pe 3,15):

Sí, salvados, salvados TODOS desde la eternidad porque el Amor no puede hacer otra cosa que salvar. El Señor vino a cogernos de la mano para guiarnos por la Luz y alejarnos del dolor, para que consigamos la salvación en primera convocatoria y vivamos felices. Esa es la "buena noticia", lo totalmente real, entendible y veraz porque coincide con lo que intuye nuestro corazón, sin tanto laberinto como algunos "profesionales de la religión" han construido.


De ti depende caminar el Camino de tu redención, de tu salvación, de tu humanización, de tu felicidad, y dejarte acompañar -como en Emaús- por la dulce compañía del Amor mismo.

"A los que la recibieron (la luz de la Palabra) les hizo capaces de ser hijos de Dios" (Jn 1,12). Por tanto es la adhesión a la Luz la que nos hace hijos, no la cruz. Eres tú el que has de abrirte a recibir esa Luz, caminar hacia tu plenitud (redención) y no dejar de buscar ese Amor gratuito que te llama "hijo", hijo querido.

También puedes alejarte, despreciar "tu herencia" y hacer la experiencia de sobrevivir pasando hambre entre los puercos. ¡Es cosa tuya! Ése es el misterio de la libertad y de la redención. El Camino está trazado y bien iluminado, de ti depende tomarlo o rechazarlo. Cuando decidas tomarlo, Él siempre te acompañará con abrazos florecidos y besos horneados.


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ORACIÓN:



¡María, hermana y madre nuestra! Enséñanos a podar las ramas secas, a abandonar las rigideces de las estructuras mentales, a caldear la frigidez del corazón.

Tú sabes, mejor que nadie porque lo expresaste en el "magníficat", que la religión no es una cárcel lóbrega y coaccionadamente ordenada, sino un soleado horizonte que nos invita a buscar gozosamente las huellas de tu Hijo.

Tú, la mujer equilibrada, madura, libre y entregada, enséñanos a liberarnos de nuestras cegueras, a salir de nuestras parálisis, a sanar nuestras lepras para no contagiar los corazones limpios de nuestros hermanos y de nuestros hijos.

Enséñanos a saborear la "libertad gozosa de los hijos de Dios". Aléjanos de la alargada y oscura sombra de la cruz porque en la sombra no está el Crucificado.

Muéstranos la Luz de la Cruz resucitada, nudo gozoso de adhesión a tu Hijo y a tus hijos, nuestros hermanos. Muéstranos de nuevo a tu Hijo vivo para que podamos descubrir el verdadero rostro del Padrecito Dios.

¡Virgencita nuestra, acompaña a tus hijos peregrinos, buscadores de paz, amor y felicidad verdadera! Amen.

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