Los pecados de "la oración a los santos" I - (¿Quién como Dios?)
(Ruego encarecidamente que NO LEAN esta meditación los católicos de fe frágil, insegura, rígida o fanática. Va dirigida a quienes están convencidos del viejo principio: "Ecclesia semper reformanda", es decir, la Iglesia ha de estar siempre reformándose. Creo que éstos podrán meditar con aprovechamiento cuanto expongo).
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Primer pecado: Sacralizar y Empoderar
Cuentan que a un pescador de bajura le sorprendió un terrible temporal. Con toda lógica arrumbó hacia la costa buscando refugio. Al poco tiempo vislumbró la intermitencia de un faro y navegó a toda máquina hacia aquel punto luminoso.
Tan obsesionado estaba por alcanzar la luz que terminó embarrancando en las rocas al pie del faro. No se percató de que el faro anunciaba la costa pero también avisaba del peligro de un abrupto morro de rocas que había que sortear.
Tengo la impresión de que muchos católicos caemos en la misma prisa que el pescador de este cuento. Nos dirigimos a los santos conseguidores con interesada urgencia, como si ellos fueran la salvación. Les profesamos utilitaria "adoración" y pleitesía, sin darnos cuenta del mayor de los errores: el escabroso morro de la idolatría.
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No salgo de mi asombro al observar la complacencia de los guías de nuestra fe ante esta "religión egoísta y tergiversada". Pareciera que lo importante es que la gente se acerque a la iglesia. No importa si es para colgarse del badajo, abrazar gárgolas o untar el santoral.
Me llamarán protestante por escribir estas cosas. Pero es que nuestros hermanos protestantes -hermanos mal que le pese a alguno- tienen gran parte de razón, aunque se hayan deslizado por el extremo opuesto tirando a los santos con las telarañas que intentaban limpiar.
La verdad es que más que "protestante" soy un católico "protestón" porque no me gusta comulgar con ruedas de molino, ni ser manipulado por los poderes religiosos de turno. En eso imito el ejemplo de Aquél al que amo y pretendo seguir. Intento entrar por la puerta estrecha y huyo de supersticiones, supercherías y religiosidades de barro con supuestas soluciones milagrosas a gusto del consumidor.
Además soy devoto de un hermano santo sin fama de milagrero (al que nadie regala flores, lamparillas o limosnas) que me sopla cosas como ésta: "No apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Examinadlo todo, y quedaos con lo bueno. Evitad toda clase de mal" (1Tes 5,19).
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Esta meditación, por tanto, quiere quedarse con lo bueno e intenta evitar tanta falsa religión, tanta carcoma y telaraña, como hemos dejado que invadiera nuestro precioso Santoral. Pero de ningún modo elimina la "comunión" con nuestros santos y toda la fuerza de su testimonio.
Los santos nos iluminan, ciertamente, pero no son la Luz. Como dice el evangelista Juan del Bautista: "Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran por él. No era él la luz, sino testigo de la luz. Existía la luz verdadera que, con su venida a este mundo, ilumina a todo hombre" (Jn 1,7).
Nuestros hermanos canonizados lo son para servirnos de ejemplo y no para usarlos como gusanos de anzuelo. Ellos no son el puerto salvador, solo nos anuncian que, evitada la escollera, el refugio está cerca.
A nuestros santos hay que tratarles como al resto de nuestros difuntos: Imitando su buen ejemplo, evitando sus errores y perdonándoles, si es que algo de ellos nos hirió. Porque sin duda cometieron errores, a veces flagrantes, aunque tuvieran buena intención.
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Ahí está la interminable lista de "santas aberraciones", entre las que incluyo los errores de su época. Ahí está el flamante san Juan Pablo II por el que muchos "fieles vivos" -con razón o sin ella- se sintieron heridos.
Me recordaban el otro día la fatiga y la prisa de mi querido Francisco Javier por bautizar a miles de asiáticos para "librarles de la condenación". Como si la salvación dependiera de los límites de su brazo.
Hoy habría descubierto por la "revelación progresiva" -a la que algunos se resisten resistiendo al Espíritu- que bautizar no consiste en regar cabezas sino en convertir corazones. Pegado a la Misericordia universal habría evangelizado con el mismo fuego pero con menos ansiedad.
Empeñados en "sacralizar" a los santos hemos tapado su plena humanidad. Les hemos elevado tanto que les hemos puesto fuera de nuestro alcance. No fue así al principio. Nuestros primeros mártires fueron admiración y ejemplo para los cristianos. Su testimonio de fortaleza, fidelidad, perdón, entrega y amor era lo que infundía valor a los que seguían viviendo.
Después nos hemos fabricado "poderosos" santos que no tienen ningún poder. Solo su testimonio y sus palabras, traducidas a nuestro tiempo, pueden sernos útiles. Sublimar a los santos hasta convertirles en influyentes "conseguidores" es un tremendo error. Fabricar estatuas, elevar peanas, multiplicar reliquias, agitar incensarios, sin adhesión a su ejemplo, es una fatuidad.
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Estoy seguro que todos ellos, ante nuestras exageradas "dulías" -concepto abstracto con el que se justifica la doctrina-, cantan a coro: "No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria" (Sal 113).
Y, con toda seguridad, Pablo nos grita como en Listra: "¿Por qué hacéis esto? Nosotros somos hombres como vosotros, que hemos venido a anunciaros que dejéis los dioses falsos y os convirtáis al Dios vivo, que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos" (He 14,15). ¡Nos tendríamos que poner más colorados que un tomate!
Lo expuesto no es más que uno de los problemas: sacralizar a los santos y olvidar la realidad humana de su vida. Como mucho, recordamos el anecdotario de sus leyendas milagrosas pero olvidamos seguir su camino.
Esa SACRALIZACIÓN lleva consigo el EMPODERAMIENTO, atribuirles un PODER que no tienen. Si pudieran conseguir algo de Dios es que "ese dios" no es pleno, ni omnipotente, ni misericordioso, ni providente, ni padre… Necesita que sus santos le completen y le muevan, demostrando así que son más misericordiosos que el mismísimo Dios.
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Lo mismo debe decirse -por las mismas evidentes razones- de nuestra larga colección de Vírgenes, aunque escandalice a muchos incautos.
Para mí, las muchísimas Vírgenes no son más que un multicolor "álbum de fotografías" de Alguien a quien amo, que me acompaña e ilumina, pero nada puede conseguir del Abba. Ella lo sabe perfectamente y nos empuja a cantar: ¡Tuyo es el poder y la gloria, solo tuyo Señor!
Cuánta oscuridad se cierne sobre nuestras oraciones, usos y costumbres… ¡Cómo hemos podido tragar estas barbaridades sin nauseas y seguir practicando esa idolatría! La inconsciencia, otra vez la inconsciencia… De la que nadie, al parecer, nos quiere sacar.
En la siguiente parte hablaré de la otra gran "corrupción" en el trato con los santos: el utilitarismo. Dos son, pues, las nefandas perversiones en el culto a los Santos y a la Virgen: SACRALIZAR (en su sentido original de "divinizar") y UTILIZAR (¿demandaderos para conseguir la misericordia que Dios nos niega o raciona?)
En nuestra ignorancia y promocionada mentalidad infantil nos hemos construido un "cielo de cuento terrenal" en el que colocamos a nuestros santos y les tratamos como si estuvieran inmersos en los poderes, intereses, influencias y regateos de nuestro mundo.
¡Hace falta ser tontos! Y lo digo especialmente por mí, porque cuando me deslizo por esa trampa -pocas veces ya-, demuestro tener por cabeza un tarugo, por corazón una escoba y un espantapájaros por religión.
¡Qué duros de oído Señor!
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Aquí tienes mi nuevo Libro en formato digital.
Son 5 fascículos independientes. Puedes pedir los que quieras a jairoagua@gmail.com y los recibirás en tu correo-e gratuitamente.
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Si no puedes asistir físicamente a la santa Misa,
aquí tienes un medio para unirte a la celebración desde cualquier ordenador y en cualquier momento.
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Primer pecado: Sacralizar y Empoderar
Cuentan que a un pescador de bajura le sorprendió un terrible temporal. Con toda lógica arrumbó hacia la costa buscando refugio. Al poco tiempo vislumbró la intermitencia de un faro y navegó a toda máquina hacia aquel punto luminoso.
Tan obsesionado estaba por alcanzar la luz que terminó embarrancando en las rocas al pie del faro. No se percató de que el faro anunciaba la costa pero también avisaba del peligro de un abrupto morro de rocas que había que sortear.
Tengo la impresión de que muchos católicos caemos en la misma prisa que el pescador de este cuento. Nos dirigimos a los santos conseguidores con interesada urgencia, como si ellos fueran la salvación. Les profesamos utilitaria "adoración" y pleitesía, sin darnos cuenta del mayor de los errores: el escabroso morro de la idolatría.
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No salgo de mi asombro al observar la complacencia de los guías de nuestra fe ante esta "religión egoísta y tergiversada". Pareciera que lo importante es que la gente se acerque a la iglesia. No importa si es para colgarse del badajo, abrazar gárgolas o untar el santoral.
Me llamarán protestante por escribir estas cosas. Pero es que nuestros hermanos protestantes -hermanos mal que le pese a alguno- tienen gran parte de razón, aunque se hayan deslizado por el extremo opuesto tirando a los santos con las telarañas que intentaban limpiar.
La verdad es que más que "protestante" soy un católico "protestón" porque no me gusta comulgar con ruedas de molino, ni ser manipulado por los poderes religiosos de turno. En eso imito el ejemplo de Aquél al que amo y pretendo seguir. Intento entrar por la puerta estrecha y huyo de supersticiones, supercherías y religiosidades de barro con supuestas soluciones milagrosas a gusto del consumidor.
Además soy devoto de un hermano santo sin fama de milagrero (al que nadie regala flores, lamparillas o limosnas) que me sopla cosas como ésta: "No apaguéis el Espíritu. No despreciéis las profecías. Examinadlo todo, y quedaos con lo bueno. Evitad toda clase de mal" (1Tes 5,19).
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Esta meditación, por tanto, quiere quedarse con lo bueno e intenta evitar tanta falsa religión, tanta carcoma y telaraña, como hemos dejado que invadiera nuestro precioso Santoral. Pero de ningún modo elimina la "comunión" con nuestros santos y toda la fuerza de su testimonio.
Los santos nos iluminan, ciertamente, pero no son la Luz. Como dice el evangelista Juan del Bautista: "Éste vino como testigo, para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran por él. No era él la luz, sino testigo de la luz. Existía la luz verdadera que, con su venida a este mundo, ilumina a todo hombre" (Jn 1,7).
Nuestros hermanos canonizados lo son para servirnos de ejemplo y no para usarlos como gusanos de anzuelo. Ellos no son el puerto salvador, solo nos anuncian que, evitada la escollera, el refugio está cerca.
A nuestros santos hay que tratarles como al resto de nuestros difuntos: Imitando su buen ejemplo, evitando sus errores y perdonándoles, si es que algo de ellos nos hirió. Porque sin duda cometieron errores, a veces flagrantes, aunque tuvieran buena intención.
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Ahí está la interminable lista de "santas aberraciones", entre las que incluyo los errores de su época. Ahí está el flamante san Juan Pablo II por el que muchos "fieles vivos" -con razón o sin ella- se sintieron heridos.
Me recordaban el otro día la fatiga y la prisa de mi querido Francisco Javier por bautizar a miles de asiáticos para "librarles de la condenación". Como si la salvación dependiera de los límites de su brazo.
Hoy habría descubierto por la "revelación progresiva" -a la que algunos se resisten resistiendo al Espíritu- que bautizar no consiste en regar cabezas sino en convertir corazones. Pegado a la Misericordia universal habría evangelizado con el mismo fuego pero con menos ansiedad.
Empeñados en "sacralizar" a los santos hemos tapado su plena humanidad. Les hemos elevado tanto que les hemos puesto fuera de nuestro alcance. No fue así al principio. Nuestros primeros mártires fueron admiración y ejemplo para los cristianos. Su testimonio de fortaleza, fidelidad, perdón, entrega y amor era lo que infundía valor a los que seguían viviendo.
Después nos hemos fabricado "poderosos" santos que no tienen ningún poder. Solo su testimonio y sus palabras, traducidas a nuestro tiempo, pueden sernos útiles. Sublimar a los santos hasta convertirles en influyentes "conseguidores" es un tremendo error. Fabricar estatuas, elevar peanas, multiplicar reliquias, agitar incensarios, sin adhesión a su ejemplo, es una fatuidad.
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Estoy seguro que todos ellos, ante nuestras exageradas "dulías" -concepto abstracto con el que se justifica la doctrina-, cantan a coro: "No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria" (Sal 113).
Y, con toda seguridad, Pablo nos grita como en Listra: "¿Por qué hacéis esto? Nosotros somos hombres como vosotros, que hemos venido a anunciaros que dejéis los dioses falsos y os convirtáis al Dios vivo, que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos" (He 14,15). ¡Nos tendríamos que poner más colorados que un tomate!
Lo expuesto no es más que uno de los problemas: sacralizar a los santos y olvidar la realidad humana de su vida. Como mucho, recordamos el anecdotario de sus leyendas milagrosas pero olvidamos seguir su camino.
Esa SACRALIZACIÓN lleva consigo el EMPODERAMIENTO, atribuirles un PODER que no tienen. Si pudieran conseguir algo de Dios es que "ese dios" no es pleno, ni omnipotente, ni misericordioso, ni providente, ni padre… Necesita que sus santos le completen y le muevan, demostrando así que son más misericordiosos que el mismísimo Dios.
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Lo mismo debe decirse -por las mismas evidentes razones- de nuestra larga colección de Vírgenes, aunque escandalice a muchos incautos.
Para mí, las muchísimas Vírgenes no son más que un multicolor "álbum de fotografías" de Alguien a quien amo, que me acompaña e ilumina, pero nada puede conseguir del Abba. Ella lo sabe perfectamente y nos empuja a cantar: ¡Tuyo es el poder y la gloria, solo tuyo Señor!
Cuánta oscuridad se cierne sobre nuestras oraciones, usos y costumbres… ¡Cómo hemos podido tragar estas barbaridades sin nauseas y seguir practicando esa idolatría! La inconsciencia, otra vez la inconsciencia… De la que nadie, al parecer, nos quiere sacar.
En la siguiente parte hablaré de la otra gran "corrupción" en el trato con los santos: el utilitarismo. Dos son, pues, las nefandas perversiones en el culto a los Santos y a la Virgen: SACRALIZAR (en su sentido original de "divinizar") y UTILIZAR (¿demandaderos para conseguir la misericordia que Dios nos niega o raciona?)
En nuestra ignorancia y promocionada mentalidad infantil nos hemos construido un "cielo de cuento terrenal" en el que colocamos a nuestros santos y les tratamos como si estuvieran inmersos en los poderes, intereses, influencias y regateos de nuestro mundo.
¡Hace falta ser tontos! Y lo digo especialmente por mí, porque cuando me deslizo por esa trampa -pocas veces ya-, demuestro tener por cabeza un tarugo, por corazón una escoba y un espantapájaros por religión.
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