En esta sociedad individualista en la que estamos insertos se suele entender el mandamiento del amor al prójimo como el amarlo como un otro yo y no como una cosa. Si esto es así, vamos encaminados a construir una ética de la exterioridad, una civilización basada en el derecho, donde la metafísica es sustituida por el derecho. La consecuencia es que no podemos conocer al otro tan solo respetarlo. Esto en lo mejor de los casos. Pero si destierra definitivamente del conocimiento al amor, el otro se convierte en un extraño, en una cosa. La afirmación extrema de esto es: «El infierno son los otros» (Sartre), y la más benévola considerarlos un obstáculo o un enemigo. Sin amor podemos identificar un objeto, localizarlo, describir sus aspectos y prever su comportamiento. Se trata del conocimiento científico, pero no el conocimiento en sentido clásico. Sin embargo, la experiencia del amor no es dualista. Se apunta a la cognición de un tú. El amor requiere diferenciación sin separación; es un ir hacia el otro que rebota en un auténtico entrar en sí, mediante la aceptación del otro dentro del propio sí. El otro no es un algo externo sino un otrosí-mismo que participa como yo en el único Sí -mismo. En descubrimiento amoroso se descubre al tú y no al otro. «Si Jesús es un otro y no un tú para el yo que intenta conocerlo, entonces es imposible y blasfemo intentar penetrar en los sentimientos de Jesucristo, como nos invita Pablo: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo (Flp 2,5)» (Cf. R. PANIKKAR, La plenitud del hombre, Ediciones Siruela, Madrid 1988, 86-88).