La filósofa francesa Simone Weil, judía, revolucionaria, heterodoxa, apasionada, radical, estuvo al lado de los más desfavorecidos en las fábricas, en las huelgas, en las guerras, en el exilio, en la adversidad y hasta en la muerte. Estamos ante una de las grandes místicas judías de la modernidad junto a Edith Stein o Etty Hillesum. Como ella misma afirma en Carta a un religioso, su vocación es «ser cristiana fuera de la Iglesia», pero, como escribió en sus Escritos históricos y políticos: “Yo no soy católica, aunque nada católico, nada cristiano me haya parecido nunca ajeno. A veces me he dicho que si se fijara a las puertas de las iglesias un cartel diciendo que se prohíbe la entrada a cualquiera que disfrute de una renta superior a tal o cual suma, poco elevada, yo me convertiría inmediatamente”. Quien mejor ha descrito a la joven Weil de aquellos años ha sido otra filósofa, Simone de Beauvoir, que fue una de sus compañeras de estudios: “Una gran hambruna acababa de asolar China. Me contaron que cuando lo supo se puso a llorar. Estas lágrimas motivaron mi respeto, mucho más que sus dotes como filósofa. Yo envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero. Un día logré acercarme a ella. No recuerdo cómo comenzó la conversación; afirmó de manera tajante que solo había una cosa importante: hacer una revolución capaz de saciar el hambre de todos los hombres. Yo contesté que el problema no consistía en la lucha por la felicidad de los hombres, sino en dar sentido a su existencia. Entonces me miró y contestó tajantemente: ‘Se nota que usted nunca ha pasado hambre’. Nuestra relación acabó allí. Me percaté de que me había catalogado como una pequeña burguesa espiritualista”. Todo el pensamiento de Simone Weil es un intento desesperado por formular el grito del desgraciado, y por ello es un pensamiento esencialmente comprometido y compasivo.