Dios es trascendente pero también personal, estableciendo la posibilidad de una profunda relación de amor entre él y la criatura humana. Los místicos de las religiones lo expresan con un lenguaje atrevido su experiencia de la unión con Dios. Así lo proclaman, aun cuando viven en tensión la infinita distancia que existe entre Dios y su creación, pues comparten el amor divino. Trascendencia e inmanencia son los dos extremos de la experiencia cristiana.
Si el ser humano está hecho a imagen de Dios será natural, pues, desear a Dios como su verdadero fin. Así, cuando la voluntad del ser humano coincide con la de Dios, este comparte el propio amor de la Divinidad, desea lo que Dios desea y le devuelve el amor que Dios le ha dado para que habite dentro de él. No hay diferencia de clase entre el amor que la persona siente por Dios y el de Dios por la persona porque las voluntades se unen en el amor compartido del Espíritu Santo. Por tanto, el amor experimentado por la persona debe ser el Amor más pleno y perfecto, el verdadero amor de Dios.