En nuestra sociedad se cultiva el amor en la esfera privada, pero se excluye en la vida social. Para lo social tenemos todo tipo de “asociaciones para la ayuda de múltiples problemas sociales” donde poder aportar nuestras limosnas, sin ser conscientes de que estas consagran la desigualdad existente entre el que da y el que recibe. Con nuestras limosnas agravamos la separación entre unos hermanos y otros.
Una caridad que no intente superar la situación de desigualdad, restituyendo al pobre su dignidad, su independencia, para que éste no tenga que recurrir a la limosna, se queda a medio camino. La caridad, para ser verdaderamente reconocimiento del prójimo, debe tender a suprimir la situación que hace necesaria la limosna. Si no queremos perpetuar las situaciones injustas, debemos convertirnos al Evangelio de Jesús de Nazaret, que se dirige a pobres y a ricos, pero no tiene para estos el mismo mensaje: a los pobres anuncia su liberación y a los ricos el despojo de sus riquezas.
El misterio de la cruz está en el centro del cristianismo. Pero esto no tiene que tener tan sólo una dimensión interior y pietista, ya que la conversión es el fin del mundo viejo, la caída de los ricos; y la resurrección es la victoria de Dios, el triunfo de los pobres, la realización de las promesas, la esperanza, la caridad en acción, la libertad de los hijos de Dios, el nuevo pueblo de la alianza, en la paz y la justicia. Por eso, no debemos identificar a la Iglesia con lo que es actualmente, sino con lo que será: Una Iglesia pobre, minoritaria, fermento en la masa.