Si lo divino no es el ideal último del ser humano, Dios no tiene razón de ser para nosotros, convirtiéndose en algo inutil. Pero, si «Dios se hace hombre para que el hombre pueda hacerse Dios» (San Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54, 3: PG 25, 192B) la cosa cambia. El abismo entre lo divino y lo humano no existe. Hay un puente que puede ser atravesado gracias a Jesús, que eliminó el miedo y predicó el amor. San Juan nos dice: «Queridos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,2). Somos realmente hijos de Dios y esto lo podemos experimentar cuando estamos libres de todo temor y somos verdaderamente nosotros mismos. Cuando somos pobres de espíritu: «Bienaventurados los pobres de espíritu» Mt 5,3). La experiencia cristiana no acaba con el Viernes Santo, sino con el Domingo de Resurrección, que se hace real en nosotros en Pentecostés, donde el Espíritu Santo no nos diviniza deshumanizándonos sino que nos humaniza divinizándonos. Por tanto, lo divino es el ideal más alto que tenemos como humanos.