¿Qué pasa con los limpios de corazón?
En las Bienaventuranzas de Jesús se nos dice que “los limpios de corazón verán a Dios” (Mt 5,8). Se trata de ir adquiriendo una conciencia, una intensidad cada vez mayor de la divina Presencia o Medio Divino en palabras de Teilhard de Chardin, “que es una atmósfera cada vez más luminosa y más cargada de Dios. En, Él y sólo en Él, se realiza el deseo loco de todo amor: perderse en lo que se ama y hundirse cada vez más en ello”.
Limpios de corazón quiere decir tener un corazón puro. La pureza no es una virtud que se lleve mucho hoy, más bien se la ridiculiza. Para Teilhard, “la pureza, en el gran sentido de la palabra, no es sólo la ausencia de faltas (que es únicamente el lado negativo de la pureza), ni siquiera la castidad (que sólo representa un señalado caso particular). Es la rectitud y el impulso que en nuestras vidas suscita el amor de Dios buscado por encima de todo y en cualquier parte”.
Entonces, espiritualmente hablando, ¿quién es una persona impura? “Espiritualmente, es impuro el ser que regodeándose en el placer, o replegándose en el egoísmo, introduce en sí, y en tomo a sí, un principio de retraso y de división en la unificación del Universo en Dios”. Por el contrario, “es puro quien, de acuerdo con su lugar en el Mundo, hace que sobre su provecho inmediato o momentáneo domine la preocupación del Cristo que ha de consumarse en toda cosa”.
Así entendida, la pureza de los seres se mide por el grado de atracción que les lleva hacia el Centro divino, o, lo que viene a ser igual, por la proximidad en que se hallan con respecto de este Centro. Y, ¿cómo se nutre la virtud de la pureza? La experiencia cristiana nos dice que la pureza se nutre con el recogimiento, la oración mental, la limpieza de conciencia, la pureza de intención, los sacramentos....
Y Teilhard afirma: “si fuéramos tan capaces de percibir la “luz invisible”, como percibimos las nubes, el relámpago o los rayos del sol, las almas puras nos parecerían en este Mundo tan activas, por su sola pureza, como las cumbres nevadas, cuyas cimas impasibles aspiran para nosotros continuamente las potencias errantes de la atmósfera superior”. Demos pues acogida y alimentemos celosamente a todas las fuerzas de unión, de deseo, de oración que la gracia nos presenta. Por el hecho solo de que aumente así nuestra transparencia, la luz divina que no cesa de hacer presión sobre nosotros irrumpirá con más ímpetu. Cf. P. TEILHARD DE CHARDIN, El Medi Diví, Nova Terra, Barcelona 1968, 155-157)
Limpios de corazón quiere decir tener un corazón puro. La pureza no es una virtud que se lleve mucho hoy, más bien se la ridiculiza. Para Teilhard, “la pureza, en el gran sentido de la palabra, no es sólo la ausencia de faltas (que es únicamente el lado negativo de la pureza), ni siquiera la castidad (que sólo representa un señalado caso particular). Es la rectitud y el impulso que en nuestras vidas suscita el amor de Dios buscado por encima de todo y en cualquier parte”.
Entonces, espiritualmente hablando, ¿quién es una persona impura? “Espiritualmente, es impuro el ser que regodeándose en el placer, o replegándose en el egoísmo, introduce en sí, y en tomo a sí, un principio de retraso y de división en la unificación del Universo en Dios”. Por el contrario, “es puro quien, de acuerdo con su lugar en el Mundo, hace que sobre su provecho inmediato o momentáneo domine la preocupación del Cristo que ha de consumarse en toda cosa”.
Así entendida, la pureza de los seres se mide por el grado de atracción que les lleva hacia el Centro divino, o, lo que viene a ser igual, por la proximidad en que se hallan con respecto de este Centro. Y, ¿cómo se nutre la virtud de la pureza? La experiencia cristiana nos dice que la pureza se nutre con el recogimiento, la oración mental, la limpieza de conciencia, la pureza de intención, los sacramentos....
Y Teilhard afirma: “si fuéramos tan capaces de percibir la “luz invisible”, como percibimos las nubes, el relámpago o los rayos del sol, las almas puras nos parecerían en este Mundo tan activas, por su sola pureza, como las cumbres nevadas, cuyas cimas impasibles aspiran para nosotros continuamente las potencias errantes de la atmósfera superior”. Demos pues acogida y alimentemos celosamente a todas las fuerzas de unión, de deseo, de oración que la gracia nos presenta. Por el hecho solo de que aumente así nuestra transparencia, la luz divina que no cesa de hacer presión sobre nosotros irrumpirá con más ímpetu. Cf. P. TEILHARD DE CHARDIN, El Medi Diví, Nova Terra, Barcelona 1968, 155-157)