Carta semanal Desprendámonos de las máscaras
Te has dado cuenta de que aquellas palabras de Jesucristo, «Sin mí no podéis hacer nada», no acaban de ser vividas en nuestra vida? Precisamente por eso, nuestro corazón se mantiene raquítico. Es urgente que Él intervenga.
| Cardenal Osoro, arzobispo de Madrid
Cuando hace unos días meditaba esa página del Evangelio tantas veces escuchada por nosotros, la del encuentro del Señor con Leví el recaudador de impuestos, me vino a la mente esa necesidad que tenemos todos los cristianos y todos los hombres de dar una versión nueva a la vida, que supone lavarse y no aparentar ser lo que uno no es. Lo que tiene que cambiar en nuestra vida es el corazón. En muchas ocasiones he dicho que tenemos que hacer un trasplante. ¿Por qué? Entre otras cosas, porque nuestro corazón no tiene ni las medidas ni los movimientos del corazón de Jesucristo.
¿Te has dado cuenta de que aquellas palabras de Jesucristo, «Sin mí no podéis hacer nada», no acaban de ser vividas en nuestra vida? Precisamente por eso, nuestro corazón se mantiene raquítico. Es urgente que Él intervenga. Nosotros no nos movemos por una idea, quien mueve nuestra vida es una Persona, Jesucristo. Por eso es esencial que lo dejemos entrar en nuestra vida. Nosotros no somos el centro, Él es el centro. Él es quien, cuando entra en nuestra existencia, nos descentra. Ponerlo en el centro es fundamental para tener su corazón y para lograr las dimensiones y los movimientos del mismo. Sin Jesucristo nos quedamos en los arrabales de los problemas, en lugares donde no se puede transformar nada; es urgente que permitamos que nos reubique el Señor.
Os invito a que volvamos a meditar esa página del Evangelio que a mí siempre me ha recordado la necesidad de ponerlo en el centro. De alguna manera, todos somos publicanos, todos estamos marcados por dar la espalda a Dios, por vivir como si Dios no existiese. Pero Jesús se acerca a nosotros de diversos modos para que dejemos el mostrador que cada uno nos hacemos para recaudar o vender. ¿Cómo se ha acercado Jesús a nuestra vida? Hoy también sucede esto: «Salió y vio a un publicano llamado Leví –pongamos cada uno nuestro nombre–, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”» (Lc 5, 27-32). Hay soledades, hay caminos por los que entramos en los cuales no estamos a gusto ni hacemos sentirse a gusto a quienes nos rodean, pero somos incapaces de volver para atrás y encontrar a otros; somos autosuficientes, nos miramos mucho a nosotros mismos. Tenemos y vivimos la ausencia del Dios vivo porque no queremos escuchar esa voz que nos sigue diciendo: «Sígueme». ¿Estás triste? ¿Sabes de dónde viene esta tristeza? Y el Señor sigue y sigue pasando por tu vida y te dice: «Sígueme».
¿Cómo dejar el mostrador? ¿Cómo ser valientes para hacer verdad lo que nos pide el Señor? Es necesaria una decisión valiente: desprendernos de las máscaras que ocultan nuestro rostro. Urge vivir en la verdad, «este soy yo». Urge dejar el mostrador y parar de ocultarnos tras este viviendo a costa de los demás. Vivamos de lo que el Señor nos ofrece. La experiencia de saber que Jesús cuenta con nosotros y transforma nuestra vida si lo dejamos entrar en ella, es fundamental. No ocultemos más nuestro rostro y nuestro corazón, soy como soy y el Señor así me dice: «Sígueme». No valen máscaras para aparentar o buscar razones para subsistir o engañar. Lo que vale es encontrarse con la misericordia de un Dios que hoy se acerca a nosotros. Todos somos Leví y a todos viene a buscarnos el Señor. Sale a nuestro camino, nos ve y nos dice: «Sígueme». Nunca ocultemos nada, ni a nadie ni a nosotros mismos, nunca tengamos miedo. Hay un Dios que sale a nuestro encuentro, nos da salidas, nos da apoyo, nos regala identidad verdadera, nos hace vivir desde lo que somos y con su riqueza, y no con apariencias que impiden que caminemos con la fortaleza, la fuerza y la gracia que Él nos ofrece. Saber qué fealdades tenemos es bueno y más si sabemos quién es el único que nos puede dar belleza. La Cuaresma es tiempo de dejar máscaras para aparentar y entrar en la decisión que nos hace felices: vivir en la verdad. Os propongo un itinerario para hacerlo.
1. Encuentro personal: deja entrar a Jesús en tu vida, déjate de apoyar en apariencias. Es muy importante situarse en la desnudez, que a veces es vergonzosa y nos lleva a preguntarnos: ¿qué estoy haciendo?, ¿cómo estoy construyendo mi vida de joven, qué cimientos pongo?, ¿cómo estoy siendo padre o madre, qué entrego a mis hijos además de haberles traído a este mundo?, ¿doy sentido a sus vidas?, ¿les regalo sentido y dirección?, ¿cómo vivo mi compromiso social, lo margino, me desentiendo, lo hago por provecho propio?, ¿cómo vivo el ser abuelo o abuela?, ¿cómo vivo mi ministerio sacerdotal, mi identidad laical o mi vida consagrada? Reconocer la pobreza es reconocer que los mostradores que tenemos son falsos. Hay que reconocer nuestra vergonzosa desnudez, nuestro ser desfigurado. Importa jugar la vida con fundamentos y cimientos. Hagamos verdad lo que san Pablo tan bellamente dice: «No soy yo, es Cristo que vive en mí». Y esto no nos despersonaliza, al contario, da la verdadera personalidad.
2. Cambio de mente y corazón: responde a Jesús con un movimiento de mente y corazón. En nuestra vida tiene que suceder como en la de Leví, que nada más oír el «Sígueme» de Jesús, dejó todo y se levantó. El Señor nos invita no a hacer cosas, no nos da un programa escrito, sino que se nos da Él. Es su propia persona la que nos ofrece. Y nos pide que experimentemos el sentir con Él. Levantarse supone ponerse en esa actitud existencial que es la de Cristo mismo; abrazar con pasión, con dedicación, con reflexión todos los latidos de los hombres, dejándonos impregnar por sus alegrías y sus esperanzas, por sus tristezas y sus angustias. Más que nunca debemos buscar cuáles son los latidos del corazón de un pueblo, escudriñando desde la Palabra de Dios la respuesta que hemos de dar, sin dicotomías, sin falsos antagonismos, sabiendo que el amor de Dios, del cual hemos de ser portadores, es capaz de integrar nuestros amores en un mismo sentir y mirar. Dios salva la historia en la vida de cada ser humano y allí nos sale al encuentro. Dejémonos conmover por tantas vidas al estilo del Señor, es decir, que sean sus prioridades las que nos muevan y conmuevan, no nuestros gustos. Mi experiencia personal es que urge crear vínculos y raíces al mismo tiempo y ello exige estar en los caminos de la gente como lo hizo Jesús. Las redes nos dan vínculos, pero no raíces; las raíces surgen cuando nos acercamos a las personas y conocemos sus rostros y sus situaciones, y las invitamos a seguir a Jesús, pero entrando en su casa, sin miedos.
3. Compromiso por la misión: entra en la historia, nunca deseches a nadie, todos son llamados a la misión. El encuentro del Señor con Leví y la decisión de él de seguirlo, termina con un compromiso del Señor de acompañarlo en todo lo que Él es y tiene. Lo invita a comer a su casa. Sus amigos eran publicanos también. Jesús siempre se involucra con la gente con la que se encuentra; ha ido a casa de Leví y se sienta con todos los invitados. Los malpensados murmuran: «¿Cómo es que coméis y bebéis con publicanos y pecadores?». No se han dado cuenta de que Él ha venido al mundo para acercarse a todos los hombres. Esta es la misión que ha dado a la Iglesia: ir a todos con nuestra identidad. Ante esas críticas que siguen existiendo a menudo, Jesús responde con fuerza: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan».
A su Pueblo, a la Iglesia, el Señor nos ha mandado a todos los hombres… Es más, ¿puede decir alguien que es justo, que siempre vive de cara a Dios? ¿Estamos en el mundo para todos? ¿Nos reservamos para unos pocos elegidos? Todos los hombres y mujeres de este mundo están llamados a conocer a Dios. Por eso Jesús se para en cada ser humano y lo invita: «Sígueme». Y tiene que tener portadores de esta noticia: nadie está perdido, somos hijos del amor misericordioso de Dios; podemos estar más sanos y ser más justos, todos pueden ser perdonados. La tarea de la Iglesia es la misma de Jesús: llamar a la conversión, perdonar y curar. Esto tiene un nombre: Jesucristo. El cristiano se compromete no con una idea, sino con una Persona, que le ha dado la verdadera identidad y que lo llama a la misión, a darlo a conocer a otros.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos, Cardenal Osoro, arzobispo de Madrid