Ser inmigrante español
La vida al otro lado del muro de Trump
| Pablo Jareño
La primera vez que oí hablar de la inmigración fue un pequeño apartado de un libro de primaria que hablaba de quienes venían de África para Europa buscando un futuro mejor. Nunca en mi familia se había emigrado, de modo que para mí la emigración estaba relacionada con vendedores de la feria, en el pueblo donde crecí, racializados y que vestían diferente a nosotros, con tiendas precarias de relojes, bisutería o decoración, a los que veíamos de año en año. Tiempo después llegarían al pueblo magrebíes, sudamericanos, subsaharianos y se fueron haciendo parte de la vida del pueblo, pero siempre fue para mí un fenómeno de pobres viniendo a un lugar donde se vivía mejor que en sus lugares de origen.
Como yo, muchas personas nacidas en los 70-80 conocieron un país donde los extranjeros solo se veían en las campañas del Dómund y las conexiones con corresponsales de TVE en el telediario, para luego ir conociendo el fenómeno conforme entrábamos en la adolescencia, o la edad adulta. Somos la generación puente entre quienes convivieron con la emigración masiva española (dentro y fuera del país) durante la dictadura, y la que ha convivido con migrantes desde la infancia.
Cuando la inmigración era algo asumido, aunque fuera como realidad innegable, llegó la crisis, y con ella fueron los españoles los que tuvieron que salir de su país, por falta de oportunidades o por búsqueda de un futuro mejor, y entonces la sociedad tuvo que inventar nuevas etiquetas para no llamar a su juventud con la misma etiqueta con que trataba a los extranjeros en su país y a los que no trataba con la misma dignidad que a sus hijos. Desde el gobierno diciendo que salir del país, pero no de Europa, no era emigrar, hasta emigrantes en países europeos que se llaman "expatriados" porque llamarse "inmigrantes" les equipara con quienes no vienen de un país europeo.
Este fenómeno no es extraño tampoco a parte de nuestra iglesia. Así, mientras el camino neocatecumenal presume de enviar a familias con pocos recursos de unos países a otros, luego hace charlas contra inmigración, tratando a las personas que emigran de invasores con un plan oculto. Quizás por eso todavía hay gente en la iglesia que considera normal votar a la ultraderecha xenófoba que desprecia al papa, al Evangelio y sus valores.
Como misionero me toca ahora a mí ser inmigrante, expatriado o como quieran, que vive lejos de su país de origen, que detienen en el aeropuerto y le exigen un billete de vuelta en tres meses para entrar al país, que amenazan con deportar si no le conceden la ciudadanía, o que es mirado por los demás como extranjero. Así comienza mi misión, no solo lejos de casa, sino también enfrentado a la burocracia de fronteras de estados, de trámites absurdos para sufrir, además de la lejanía de la tierra natal, la impresión de que uno no es bienvenido donde va.
A mí, por suerte, me recibe en unas horas una comunidad viva y alegre que me repite la palabra "bienvenido" permanentemente, que me abraza en el momento de paz en la misa, que me para por la calle y me sonríe en todo momento... y entonces pienso en toda la gente que sin este gran tesoro ha salido de casa para ir a otro lugar, y se encuentra concertinas, CIEs, xenofobia y burocracia para deportarla, por el terrible delito de querer vivir en un sitio mejor o, como en mi caso, querer trabajar en un sitio diferente al que residía.
Sabemos que de los pobres será el Reino de los cielos, y que para entrar Jesús recordaba que hay que dar de comer al hambriento y dar acogida al forastero. Es lo que hace que una persona se sienta aquí tan cercana al cielo, y vea al país que deja atrás intentando pasar por el ojo de una aguja.