Cara a cara
Yo suelo defender el escribir en ciertas circunstancias “a mano” porque la mano recoge mejor la vibración del corazón. Pero hay otro camino precioso para recoger esa vibración: la mirada.
¿Cómo se enamora un muchacho de una muchacha o viceversa? A través de la mirada. En la mirada va revelándose la profundidad de la persona. También, por lo mismo se revela la superficialidad, que quizás abunde en nuestros días como un fruto que recogemos de una vida en la superficie, que pasa por las cosas y las personas sin detenerse, como aquellos que en una salida de fin de semana se dedican a hacer multitud de fotos en un paisaje bello y espectacular, pero no llegan a disfrutar “en directo” de la singular experiencia de la contemplación de la belleza en su versión más original. Necesitamos ejercitarnos en la mirada, adquirir o desarrollar una actitud más contemplativa de la vida, y de las personas sobre todo, ya que es el camino para una transformación profunda y un despertar más vivo y auténtico de nosotros mismos.
Nos lo sugiere acertadamente san Pablo cuando escribe:
… donde hay Espíritu del Señor hay libertad. Y nosotros que llevamos todos la cara descubierta y reflejamos la gloria del Señor, nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente; tal es el influjo del Espíritu del Señor (2Cor 3,18)
Quizás hoy san Pablo escribiría esta frase no en presente sino en optativo. Pues no es de todos llevar la cara descubierta ni reflejar por tanto la gloria del Señor. Utilizamos muchos velos en la vida social, en la vida eclesial, en las relaciones políticas… De esta manera hacemos más difícil nuestra transformación para asenderear los verdaderos caminos de la libertad. La transformación provocada por el Espíritu supone un morir también para dejar renacer algo nuevo.
Estaría esto en aquel deseo que tenía Moisés:
-“Déjame ver tu rostro, o enséñame tu gloria. El Señor le respondió: Yo haré pasar ante ti toda mi riqueza y pronunciaré ante ti el nombre “Señor”, porque yo me compadezco de quien quiero y favorezco a quien quiero; pero mi rostro no lo puedes ver, porque nadie puede verlo y quedar con vida”. (Ex 33,18)
Es necesario despertar primero el deseo. El deseo nos lleva al encuentro del otro; el deseo de Dios nos va manifestando su riqueza, el resplandor de su gloria; y en el encuentro con el otro se revitaliza nuestra propia riqueza, resplandece más y mejor nuestra humanidad; y es en el encuentro personal cuando se provoca la transformación en una resplandor creciente que nos va revelando también el rostro de Dios. Nos permite ver la luz en la luz. (Sal 35,9)
Cara a cara mejor que por teléfono, o por móvil…