Dulce es la luz
y bueno para los ojos ver el Sol. (Ecl 11,7)
Dulce es la luz nueva
y bueno para el corazón el calor del Sol.
Dulce es la luz sobre el candelero
y bueno sentirnos envueltos en la luz de la candela.
Dulce es la luz
y bueno el ritmo de paz para contemplar
la belleza de la creación.
Dulce es la luz,
porque hay una mirada para
llegar al corazón del otro.
Dios te salve María. Yo te saludo, porque cada día me presentas tu Luz, para hacer de mi vida una viva alabanza al Creador de la luz. Dame tu mano. Tu mirada. Que yo guarde mi espada, y viva con paz la tensión de cada día.
Porque la vida es una permanente tensión entre la luz y las tinieblas.
La tensión que contemplamos en la misma naturaleza: amaneceres de gran belleza, un amanecer siempre que empieza con una tenue claridad, donde se afirmando, lentamente, en un espectáculo de belleza, la nueva luz vestida de colores esplendentes como preámbulo de la presencia luminosa del sol en la vida humana, hasta que llega el atardecer, envuelto en una nueva fiesta de luz y de color, -¡los atardeceres de Poblet después de una fuerte tormenta!- pero también de nostalgia, de la luz que se va desvaneciendo a través de las sombras grises de la tarde, que aviva el deseo de nueva luz del día nuevo que llegará puntualmente. El día muere, pero en el silencio de la noche vuelve a recuperar la fuerza y la luz de la vida. ¡Qué grande es la fecundidad del silencio para la vida!
Ave, María, gracia plena, acércame cada día tu Candela, para que brille tu Luz en mi camino. Caminamos a la luz de la vida, a la luz del Señor…(Is 2,5)
Es justo y conveniente, hermanos, ensalzar a la Virgen madre de Dios. ¿Y quién será capaz de alabarla? Ella ha sido constituida Madre de Dios, tálamo del gran Rey, tesoro de bendiciones, alegría del mundo, viña de la que germinó el sarmiento de la vida, esposa virgen, campo virgen que produce la espiga que brotó sin haber sido objeto de cultivo, y que nutrió el mundo entero con el pan de la vida confeccionado con su fruto; manantial del que surge una corriente eterna; tallo nacido de la raíz de Jesé y del cual brotó la flor que, con su agradable olor, perfumó toda la creación; arca que guarda dentro de sí al autor de la ley. (Abraham de Éfeso, Hom de la Hipapanté)