Escucha
Escuchad y entended: no mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca… (Mt 15,11)
Mi madre y mis hermanos son los que escuchan el mensaje de Dios y lo ponen por obra… (Lc 8,20)
Quien tenga oídos para oír, que oiga… (Lc 8,8)
Si conocieras el don de Dios y quien es el que pide de beber, le pedirías tú a él y él te daría agua viva… (Jn 4,10)
Se pueden multiplicar estos textos, con muchos otros textos sagrados que van en esta línea de una ESCUCHA acogedora.
La invitación a la ESCUCHA nos interpela con fuerza desde los primeros tiempos bíblicos, e incluso de más antiguo; pues es una invitación que nos llega desde la vida misma; se contempla como una abertura a la profundidad de la vida, de una vida con sentido, pues siempre viene a ser una llamada a escuchar una palabra que nos abre a una dimensión trascendente, a través del camino difícil hoy día, pero siempre apasionante, de una relación personal.
Nacemos al camino de esta vida, totalmente inconscientes, como una tabla rasa, pero inmediatamente empezamos a vivir una relación con el medio ambiente, que conlleva una escucha y una respuesta. Y así se irá definiendo nuestra personalidad humana y religiosa.
La vida es la verdadera escuela para el aprendizaje de la misma vida.
San Benito captará en el s.VI la importancia de esta palabra, tanto que cuando empieza escribir unas normas para la vida de los monjes, cuando se pone a escribir su Regla, que ha sido durante siglos el punto de referencia para muchos miles de monjes en su camino de vida humana y religiosa, empieza precisamente por esa palabra: ESCUCHA.
Y a lo largo de todo este milenario documento se sugiere la respuesta a grandes cuestiones de la condición humana: la presencia de Dios, la persona, la institución, las relaciones humanas, el trabajo…
Y plantea la vida no como una suma de acontecimientos, sino como un camino o itinerario que es preciso ir haciendo conscientemente. En este sentido dice un proverbio oriental: “si no vivimos la vida conscientemente, puede que no estemos viviendo en absoluto”.
Hoy no es nada fácil esta palabra, o mejor el mensaje que encierran estas 7 letras. El ritmo de la vida no nos permite “leerla” con claridad, con la entonación que exige y merece. La “leemos”, sumidos en la vorágine de esta vida, confusamente, la pronunciamos tragándonos letras. Creemos tener una riqueza dentro que queremos decir, y preferimos que nos escuchen, pero al hablar no articulamos bien nuestro mensaje, desconociendo que nuestra riqueza interior se despierta primordialmente en la escucha.
Esto es algo que podemos comprobar si escuchamos en vivo cualquier tertulia de los medios de comunicación. También, si nosotros reflexionamos en conversaciones que hemos tenido o solemos tener con otras personas. Nos cuesta siempre tener una actitud receptiva al pensamiento del otro, a sus sentimientos, en una palabra, a la vida misma de nuestro interlocutor.
Porque no se trata de ser receptivos a unas ideas, escuchar determinadas palabras, sino de escuchar con el oído del corazón, procurar captar la vida que late en el corazón del otro. Y esto exige una profundidad que posiblemente nos esté faltando, cuando nos estamos moviendo en la superficialidad de la vida.
En la Regla de san Benito hay una especial consideración para dos palabras de especial relieve: persona y comunidad. Benito nos quiere proporcionar un instrumento que ayude a una realización personal de cada individuo, pero en el seno de una vida en comunidad. Este planteamiento se puede contemplar también a escala general o universal, pues cada persona no es una isla, sino que vive su vida en el marco de una institución, de una sociedad. Pero vive en el marco de esta sociedad no para llevar una vida de esclavo, sino para intentar desarrollar una vida digna y plena.
No se puede convertir a la persona humana en un mero engranaje de una máquina totalitaria… ni siquiera de una máquina religiosa. Y se tiene la impresión de que esta persona solo cuenta cada unos años para dar un voto, para después quedar todo sometido al rodillo de una minoría política, económica, social, religiosa…
Debe haber, de manera permanente, una comunicación de verdadero interés entre esas dos realidades: persona y institución.
La existencia de una sociedad sana depende del respeto y consideración de todos y cada uno de sus miembros, o dicho más profundamente de la inviolable soledad personal de sus miembros. Las personas no son números o unidades de producción. Ser una persona implica responsabilidad y libertad, y ambas cosas implican una cierta soledad interior, un sentimiento de integridad personal.
Aquí cabría considerar la seriedad con que contemplamos el hecho de la dimensión educativa, y la superficialidad o irresponsabilidad con se acometen recortes que afectan a la calidad de una educación de la persona.
Hace ya muchos años escribió un monje cisterciense, Tomás Merton: El progreso tecnológico, en la proporción que sea, no curará el odio que corroe las entrañas de la sociedad materialista como un cáncer espiritual. Es inútil hablar a los hombres de Dios y del amor, si no pueden escuchar. Los oídos con que se escucha el mensaje del Evangelio están ocultos en el corazón del hombre, y esos oídos no oyen nada a menos que estén favorecidos por el silencio y la soledad interior… El hombre no puede recibir un mensaje espiritual mientras su mente y su corazón están esclavizados en el automatismo. Y permanecerá así esclavizado mientras esté sumergido en una masa de otros autómatas, sin individualidad y sin la debida integridad de personas.
Unas palabras de plena actualidad hoy, para quien es ciudadano de una sociedad moderna, y también de una comunidad religiosa. La Regla de san Benito, ofrece un camino de salida, una vida de libertad al tomarse en serio a la persona humana y a la institución donde vive esa persona. Que no es sino una seria aplicación del evangelio, que nos quiere poner en el camino de una verdadera y auténtica humanidad. De ahí la insistencia a tener una actitud abierta y acogedora de ESCUCHA.