De la humildad y la paz
Los humildes poseerán la tierra,
y gozarán de inmensa paz…
De momento continué la recitación del salmo y el resto de la plegaria con toda la comunidad, pero después en un tiempo más personal he vuelto sobre este verso, sobre las dos palabras que atraen fuertemente mi atención, quizás porque son dos palabras básicas en las relaciones humanas: humildad y paz.
La palabra humildad no tiene buena prensa, pues pasa en nuestra consideración por aplicarse a una “pobre persona”, como un “árbol de quien todos hacen leña”, una actitud pasiva que da pie a que todos se aprovechen de él. Esta es una mala prensa de la humildad
La humildad tiene otra versión más cerca de la verdad. El verso ya nos habla de una actitud de dominio: poseerán la tierra. Esta tierra que empieza por ser la propia de cada uno, su propia persona, su propio corazón, que es la tierra más próxima a sí mismo. Poseerán la tierra, se poseerán a sí mismos.
Tienen un dominio de sí mismos. Solo el Señor sondea lo más profundo del corazón; él es quien riega y cultiva ese espacio interior más íntimo. Por esto el camino de la humildad pasa por llegar a la presencia de Dios. Por esto san Benito, en el capítulo de la Regla que habla de la humildad, nos enseña que el primer paso de la humildad es tener siempre ante los ojos el temor del Señor. Y este temor no tiene nada que ver con el miedo, sino que estamos bajo la mirada de Alguien que nos ama, y que nos conoce más que nosotros mismos. Por eso el humilde tiene todos nuestros deseos delante del Señor. Y abre el corazón para que lo llene por completo el Amor que nos hace crecer en capacidad y dignidad personal.
Tan importante es esta virtud que san Benito habla en su Regla de 12 grados de humildad y acaba afirmando: Una vez hemos subido estos grados de humildad, llegamos a aquella caridad de Dios, que al ser perfecta lanza fuera todo temor, y lo que podía ser antes un esfuerzo, le sale de modo natural como una costumbre habitual.
No es fácil subir esta escala de doce peldaños. Se necesita contemplar mucho la humildad de Cristo, y pedir la gracia que necesitamos para obtener la fuerza de ir subiendo peldaño a peldaño, pues aquí tenemos el camino de un verdadero progreso espiritual
Se cuenta este apotegma de san Antonio, un Padre del Desierto: Un día espantado gritó: -“Dios mío, ¿quién podrá salvarse? Y una voz le respondió desde el cielo: -“la humildad”.
Sucede que la humildad separa a uno de la absorción en sí mismo que le hace olvidar de la realidad de Dios.
Pero hay otro aspecto que no debemos olvidar, y es que este talante humilde va ligado profundamente a la otra palabra: paz
Quien es humilde está en línea con el Humilde, con aquel que siendo de condición divina, no hace alarde de su categoría, sino que se despoja de sí mismo tomando la condición de esclavo. Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte… (Filp 2,6s)
Y este Hombre, este Humilde, es nuestra paz (Ef 2,14)
Esta paz que no llega a arraigar en el corazón humano, porque no brota de las fuentes de la paz, y el hombre la busca por caminos que no son de paz y entonces se cumple las palabras de la Escritura:
Cuando estén diciendo “paz y seguridad”, entonces les caerá encima, de improviso el exterminio, como los dolores a una mujer encinta. (1Tes 5,3)
No puedo buscar la paz para mí mismo. La paz de Cristo no puede ser una evasión individual, egoísta. El corazón del hombre que busca la paz para él no alcanza la paz, sino, en todo caso, una “tranquilidad” quebradiza. Para hallar la verdadera paz, la paz de Cristo, tenemos que desear que otros tengan paz, y, además, estar dispuestos a sacrificar nuestra parte de paz y de nuestra felicidad para que otros tengan paz y sean felices
Gozarán de inmensa paz. Respiraran la paz. ¿Quién no desea esta inmensidad? Respirar es vivir. Cuando respiro paz, respira y vive mi corazón. Sólo Cristo el humilde, el Inmenso es nuestra paz, es nuestro Camino hacia la paz. Respirar a Cristo es respirar la Vida. De aquí que sea tan interesante asomarse asiduamente al jardín de las Escrituras, donde podemos respirar el aroma de la paz. Como sugiere el contemplativo T. Merton: “Los salmos son el verdadero jardín y las Escrituras su Paraíso”