El silencio
El verdadero jardín para el esposo es el cuerpo de la mujer, es el alma, santa María, la Iglesia, un verdadero jardín de delicias y de belleza. El silencio, mi silencio, coloca una valla protectora que impide que el jardín sea pisoteado y se convierta en desierto. Dice el Cantar de los Cantares:
Eres jardín cerrado, hermana y novia mía;
eres jardín cerrado, fuente sellada.
Tus brotes son jardines de granados
con frutos exquisitos…
(Ct 4,12)
Con el silencio pongo esa valla en mi jardín; con el silencio acojo la semilla de la Palabra; con el silencio del invierno se prepara el grito de vida nueva de la primavera, nuevos brotes de vida, esperanza de frutos nuevos y exquisitos. Con el silencio se hace más vivo el deseo del Esposo, el deseo de la Palabra que lleva a gritar: Entra, amor mío, en tu jardín a comer de sus frutos exquisitos.
Pero nos cuesta entender y asumir esta sabiduría del silencio, que no tiene otro objeto que el de disponernos a vivir una relación más íntima con Cristo. San Benito pone un fuerte énfasis en el silencio: Ni que se trate de conversaciones buenas y santas y de edificación, por la importancia del silencio que no se conceda a los discípulos perfectos, sino raramente el hablar… Muerte y vida están en manos de la lengua…
Una enseñanza muy elocuente también en la Epístola de Santiago: Quien no falla cuando habla es un hombre logrado, capaz de marcar el rumbo también al cuerpo entero… La lengua, pequeño como órgano, alardea de grandes cosas. Ahí tenéis, un fuego de nada incendia un bosque enorme. También la lengua es fuego. La lengua siendo uno de nuestros órganos, contamina, sin embargo al cuerpo entero… (Sant 3,2s)
Hay cosas en la vida humana, y por supuesto en la vida monástica, que las damos por sabidas e incluso asumidas. Y hay cosas que nunca podemos dar por sabidas ni asumidas. Mirad: hace unos días, se trataba de una petición en la oración de los fieles en la Eucaristía. Venía a ser una petición a Dios de sabiduría, de gracia, de luz…para que nos concediera ser un buen testimonio para los que no conocen a Cristo.
A mí me sonó como una súplica muy bella. Pero inmediatamente yo me quedé pensando: ¿“pero yo conozco realmente a Cristo”? Yo creo que nunca puedo dar por sabido y asumido en mi vida a Cristo. Para mí Cristo siempre será una llamada permanente, para entrar en mi jardín y vivir una amistad íntima; para mí Cristo será siempre una provocación, que me llega por caminos muy diversos de la vida; una provocación que me despierta más el DESEO de él.
Y yo veo en mi propia vida muchos matices que no acaban de estar en concordancia con la sabiduría de Cristo que me transmite su evangelio. Es curioso que son muchos, y a veces distinguidos jerarcas, que dan por sabido y asumido a Cristo. Sería interesante tener la publicidad de su “receta”. Yo creo, sin embargo, que este punto del “saber y asumir” tiene mucho que ver con el silencio. Sin el silencio difícilmente puedes escuchar las pisadas del Esposo entrando en tu jardín…
Por esto, y porque hoy el silencio es muy difícil, pues vivimos en la sociedad del ruido, de las prisas, del tiempo sin tiempo, que decía ya hace años el monje Tomás Merton, nunca podemos considerar sabido y asumido el silencio. Nunca puedo considerar suficiente o perfecto mi silencio, cuando sé que éste es una puerta singular a una vida más plena.
Y cuando, por otro lado, descubro que son muchas las veces que me equivoco y hablo cuando tendría que callar, o callo cuando tendría que hablar. Es decir que soy consciente de que hay un gran desequilibrio entre el silencio y la palabra. Y que tiene como consecuencia una grave pérdida de calidad y de sentido de la palabra.
El camino lo tenemos, quien desee tomarlo, en buscar el equilibrio. Y en una sociedad de tantos medios de comunicación, donde te comunican una noticia y, simultáneamente, o mejor previamente, te introducen con una publicidad que no tiene nada que ver; en que muchos artículos de opinión hoy te dicen “algo”, pero mañana ya solo sirven para
envolver un par de zapatos rotos (bueno, en este caso no se pierde del todo); en una sociedad donde nos cuesta tanto escuchar, porque en el fondo no valoramos la palabra del otro… Las anécdotas del uso o mal uso de la palabra serían interminables, y ponen de relieve que nuestras palabras no nacen de un silencio profundo de la persona.
Y que una persona que se mueve solo en la superficie es fácil de descomponer y neutralizar, y aún más manipular. ¿Cómo habría que hacer para hacernos conscientes de que nunca tenemos “sabido y asumido” el silencio? ¿Quizás poniendo atención al eco que despiertan mis palabras en los demás? O quizás mejor es callarse y reflexionar… Pues eso me dispongo a hacer…