Quién soy yo…quién eres tú…

Preguntó un monje a su maestro espiritual: dime cómo puedo ser monje. Y el anciano le contestó: si quieres encontrar reposo aquí y a partir de ahora, pregúntate en cada ocasión: ¿quién soy yo?

En el fondo, esta enseñanza monástica es una invitación a un permanente ejercicio de despertar nuestra conciencia. Pero, yo diría que no solo la conciencia del monje, sino la conciencia de todo cristiano, pues con razón afirmaba san Basilio que el monje es, sencillamente, un cristiano. El cristiano también se pregunta: ¿Quién soy yo?

Esta pregunta es fundamental para cada persona, unida a otros muchos interrogantes que tiene la persona humana, como nos recordaba el Concilio Vaticano II en la Gaudium et Spes nº 10: ¿qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, ¿qué puede dar el hombre a la sociedad?, ¿qué puede esperar de ella?, ¿qué hay después de esta vida temporal?

Pero parece ser que no es habitual vivir nuestra condición humana, y menos todavía la condición religiosa, con una conciencia despierta, o inmersa en un ejercicio de despertarse, que nos puede revelar a nosotros mismos la grandeza y la dignidad de nuestra propia persona.

Nuestro punto de partida diario debería ser: ceñidos por la fe, las buenas obras y guiados en nuestro camino por el evangelio, hacemos sus caminos. Los caminos del Señor. Los caminos del Señor son diversos. El camino, evidentemente, es Cristo, como él mismo se atribuye esta afirmación. Es una sabiduría que se nos muestra en el evangelio, donde aparecen múltiples matices de la persona de Cristo, de su mensaje. Un mensaje, una sabiduría que ninguna persona humana es capaz de incorporar en toda su riqueza y plenitud. Por ello hacemos también los caminos del evangelio cuando estamos abiertos a la escucha del otro, para dar y para recibir.

Viviendo con fidelidad la vida comunitaria, o simplemente con fidelidad a la comunidad humana. Esto nos pone en un dinamismo de vida interesante, pues nos aleja de la mediocridad, cuando incorporamos a nuestra vida este dinamismo vivo del evangelio, que es un permanente incorporar a nuestra existencia los infinitos matices de la persona de Cristo. El monje, o el hombre de nuestra sociedad de hoy, corre con el corazón dilatado, porque fundamentalmente es un hombre de deseo, en una tensión que quiere proyectar más allá de la mediocridad.

Este camino, o esta carrera de la vida, puede tener ritmos o matices diferentes, según el talante de cada persona:

¿Eres deportista? ¿sientes muy vivas tus constantes vitales?, pues a correr. Es preciso correr en esta sociedad donde todo va a un ritmo de vértigo. Es que la existencia misma es intensa. Puede ser tranquila, pero está llamada a ser vivida intensamente. El monje, o el hombre de hoy no puede aceptar la mediocridad, o quedará fuera de la competición. No es fácil vivir esta carrera, que para muchos simplemente es trepar. Pero el “trepa” pierde el verdadero sabor de la vida. Quien corre bien, lo hace desde un fuego que se va despertando dentro, que no puede apagar, pero que le va iluminando el camino y le proporciona el verdadero calor de la vida.

¿Eres reflexivo, te va más la calma?, pues calla, haz silencio…y pregunta… escucha… Deja que la vida vaya emergiendo desde ese silencio difícil. Se ha definido al hombre como “un ser que pregunta”, pero toda pregunta nace a partir de una experiencia de silencio. Preguntas que ponen en cuestión todo el sentido de la vida.

¿Eres caminante? ¿te gusta caminar?, pues camina, pero camina saludablemente. Dicen los médicos que quien camina al menos media hora diaria tiene más posibilidades de tener sano el corazón. Nuestra sociedad aparece como la sociedad de los achacosos del corazón. Caminar es también ir penetrando en una lucha, en una tensión mediante la cual buscamos un corazón sano. Un corazón sano física y espiritualmente. Entonces, además de caminar media hora diaria, será necesario obrar asiduamente con honradez y practicando la justicia. (Salmo 14)

¿Te va más la naturaleza? ¿eres ecológico?... también tenemos, todos, motivos para despertar a una buena conciencia, y dar una buena respuesta a interrogantes importantes de nuestra existencia que ha recibido el regalo de la belleza de la creación, y el encargo de cuidarla. El evangelio nos habla de esta belleza de la creación: los lirios, los campos de mieses, los montes… y se nos habla de una Roca, sobre la que podemos recostar la cabeza cuando el camino se hace duro: Cristo.

La vida espiritual del creyente no puede ser caer en la somnolencia, ni dejarse llevar por los instintos, o “gastar” la vida con una conciencia dormida. Nada tenemos que nos pueda apasionar tanto como descubrir la profundidad de nuestra propia existencia. Conocerme a mí mismo es conocer a Dios; conocer más y mejor a Dios es conocerme más y mejor a mí mismo a Dios. Dios ha querido implicarse en la vida humana, para implicar al hombre en la vida divina. Pero el sentido de nuestra vida humana pasa por mantener siempre abierta y viva esta mutua colaboración.
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