Cuento de Navidad: Hacer el payaso


Delante del espejo, en los servicios de un bar bullicioso, el payaso comenzaba a retirar su maquillaje. Se había colocado bajo el secador de manos para entrar en calor, aunque no lo había conseguido. Cuando trabajas cinco horas seguidas de estatua humana en el paseo de la Rambla de Barcelona durante el atardecer del día 24 de diciembre, llegas a tener un frío que viene de dentro a fuera, incontrolable, persistente e inevitable. En la quietud del gesto estático, el frescor de la noche te va penetrando, al principio te hace temblar, pero llega un momento en que se convierte en un aliado de tu trabajo, y entonces comienzas a estar quieto, porque estás helado.
Afuera, en el paseo, su número consiste en estar sonriente, disfrazado de payaso-arlequín, tras una silla haciendo un gesto de invitación a los transeúntes. El secreto estriba en que su postura y su ademán provoquen a sentarse a los espectadores. Si el paseante se detenía para colocarse en el asiento de mimbre, la fotografía subsiguiente aseguraba algún aguinaldo. La intriga consistía en saber si el payaso retiraba o no la silla. Unos tenían miedo y se sentaban con infinitas cautelas. Otros más confiados deseaban descansar un rato. El truco de su actuación consistía en responder con algo imprevisto que provocara la sonrisa, pero sobre todo la propina.

Aquella noche las cosas habían salido bien y sentía recompensado el dolor de sus músculos y el hielo de sus huesos. Cuando se miraba al espejo y retiraba con la toallita desmaquilladora la pintura blanca de su máscara, recordaba que el día no había empezado bien. Aquellas fechas en los tres últimos años eran especialmente oscuras. El fracaso de su matrimonio seguía dándole más frío que la noche. Se reprochaba haber sido demasiado confiado, él vivía en su mundo, no se dio cuenta que ella se perdía y la perdía. Hacía un par de años que no veía a sus hijos separados por un océano de distancia. Aquella tarde, una vez más, la nostalgia era una garrapata que se había instalado detrás y al fondo de su sonrisa de clown.

Mientras recuperada su verdadero rostro reflejado, contaba su recaudación. Había suficiente para pagar el alquiler de la habitación para unos cuantos días y, además, hoy cenaría solo pero caliente. El dinero no era su fuerte, demasiado ocupado en mantener su empresa de rehabilitación inmobiliaria a flote, descubrió a última hora que su socio le engañaba retirando fondos. Su pequeño barco se había hundido dejando deudas y llevándose casa y familia. Nadie quiso quedarse en el naufragio cuando su Costa Concordia se hundió. Sin embargo, él estuvo hasta el final, lo dejó todo, pidió perdón y marchó en silencio, sin nada.
Cuando se estaba limpiando sus labios rojos de payaso descubrió asombrado que esta vez ocurría algo extraño. Al principio no lo percibió, notaba algo especial pero no sabía el qué. Al cabo de unos instantes se dio cuenta. Había retirado su maquillaje pero la sonrisa persistía. Hacía años que no ocurría este fenómeno. Algo había pasado, algo pasaba. Realmente había sido extraño aquel encuentro.
Ahora recordaba que estaba en su puesto, cada vez más aterido. Procurando empatizar con la mirada, especialmente con los niños, era la estrategia para que se detuvieran sus padres y conseguir algunas monedas. No lo vio, porque venía por detrás, de repente sintió una pequeña mano agarrada a la suya. Aunque pequeña desprendía un fuerte calor, posiblemente la suya estaba demasiado fría. Miró hacia abajo y un niño de cinco o seis años tiraba de él. Como buen profesional busco rápidamente con la mirada a sus padres que eran la fuente de sus ingresos. Pero, aparentemente, no había ningún adulto que le acompañara. “Hola, ¿te has perdido?”. El pequeño le dijo que “sí”, inclinando su cabeza. Ahora tiraba más fuerte. “¿Dónde están tus padres?” le preguntó. Se encogía de hombros y seguía tirando de él. La gente les miraba, él sonrió como si formara parte del número. En volandas por el tirón cogió la silla, la bolsa oculta donde estaba su ropa de calle y salió conducido por la pequeña mano. “¿Dónde me llevas?” Entonces le detuvo, “Vamos que te llevo a la policía, tus padres deben estarte buscando”. El muchacho no decía palabra, probablemente era extranjero y no le comprendía. Sin embargo, seguía tirando con todas sus pequeñas fuerzas del payaso. Habían cruzado la calle y parecía conducirle a un lugar en concreto.
Allí mismo había una iglesia. Al entrar y por contraste apenas había iluminación, la muchedumbre quedaba fuera y el silencio desacostumbrado se imponía. Un ligero calor, sería su frío, le reconfortó. El niño seguía tirando, en un acto reflejo se quitó su sombrero y su peluca de payaso. El niño le conducía hacia uno de los bancos donde se sentó. Aprovechando su silla de mimbre también se sentó, algo que hacía horas que no conseguía. “Bueno, y ahora qué, ¿dónde me llevas?”. El muchacho callaba y sonreía suavemente. El payaso se confió, pensó que al menos se estaba caliente allí, se relajó. Por un instante pensó en su vida de desastre, siempre igual pendiente de lo que pasa, sin decidir nada y ahora sentado con un mocoso en el pasillo central de una iglesia de las que hacía siglos que no entraba, aunque le traía buenos recuerdos de infancia. En estos pensamientos se fue quedando, finalmente dormido.
Estaba sentado con su silla en medio de la iglesia, una anciana le preguntaba si se encontraba bien. Despierto recordó que había entrado con el niño, pero allí solo estaba su despertadora. Solemne, como sabe hacer un payaso, se levantó y con la misma solemnidad emprendió la salida por la puerta principal. Había decidido acabar por hoy el trabajo y puso rumbo al bar de donde intercambiaba unas copas, siempre generosas, por el uso del baño para cambiarse.
De nuevo estaba ante el espejo. Asombrado se fijó en su sonrisa desmaquillada. Se parecía demasiado a la sonrisa de aquel pequeño extranjero misterioso. Era como si se la hubiera trasplantado, franca, sencilla y luminosa, la sonrisa. Y un payaso es un experto en sonrisas, sabe descubrir automáticamente las falsificaciones, son su especialidad. Inexplicablemente el frío que venía de dentro se había convertido en un calor poderoso y reanimador. Recogiendo las cosas salió del baño. Esta vez no se detuvo en la barra. Salió solemne del bar como solo un payaso sabe hacer. Junto a la barra quedaba solitaria, abandonada y superada su vieja silla. Y en su rostro la gracia de una solemne sonrisa, como solo un payaso sabe hacer.
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