Misterios de Lisboa. La transfiguración del relato

MISTERIOS-DE-LISBOA-44
Los misterios de Lisboa (2010), del chileno exiliado en Francia Raúl Ruiz, se considera, de forma bastante unánime, como una de las obras más significativas del cine reciente. Partiendo del folletín romántico de Camilo Castelo Branco, prolífico literato del siglo XIX portugués, la historia se adentra en una compleja red de motivaciones y relaciones, bajo influencia de Balzac, que se van desvelando como una espiral dramática que en la distancia descubre una profunda reflexión sobre la naturaleza humana. La excepcional realización de Raúl Ruiz parte de la forma del serial televisivo, una de las presentaciones del proyecto será ésta, para realizar una metamorfosis radical donde el relato adquiere una nueva dignidad y donde los personajes muestra unas constantes que operan en el espectador la conciencia de contemplar algo de los pliegues de su propia alma.

entrevista-a-raoul-ruiz-por-misterios-de-lisboa_no__3120


El hilo inicial y final sigue la corta vida de Pedro da Silva (Afonso Pimentel), un falso huérfano, del cual según vamos descubriendo su origen, nos lleva a conocer una cadena coral de personajes que van mostrando sus itinerarios de deseos desahuciados y amores imposibles. Cada nueva incorporación al relato, Angela de Lima (Maria Joao Bastos), Alberto de Magallanes (Ricardo Pereira), Elisa de Montfort (Clotilde Hesme), Conde de Santa Bárbara (Albano Jerónimo) o Blanque de Montfort (Léa Seydoux), introduce en un nuevo afluente al mismo; así cada nueva confesión nos lleva a descubrir la génesis de las motivaciones profundas de cada uno en una especie de psicoanálisis romántico. Durante cuatro horas la verdad va aflorando a través de la oscuridad de los sentimientos y frustraciones, donde en la sinfonía narrativa se armoniza la voz melodiosa y retórica del portugués, con el más preciso francés y un italiano de elocuencia transitoria.

misterios-de-lisboa11


El esfuerzo del espectador se centra, en primera instancia, en seguir la complejidad del hilo narrativo para no perder el cabo de cada personaje y sus relaciones. Pero el relato discurre con tal maestría que los ambientes y las pistas simbólicas, también el paisaje deviene personaje, permiten poco a poco descansar esta primera preocupación. La rotunda simplicidad de los comportamientos va paulatinamente mostrando, más allá de las convenciones sociales de la nobleza portuguesa de la época, unas constantes donde emerge la limitación de la libertad, la imposibilidad social y psicológica para vivir el amor, el ocultamiento de la verdad, la inalcanzable felicidad y en definitiva, el nudo dramático de la existencia.


Solamente al padre Dinis, magistral Adriano Luz, permite poner un poco de sentido. Primero por su búsqueda detectivesca de la verdad para después reconocer su intervención benéfica en la historia, que poco a poco vamos descubriendo multifacética y omnipresente. En la primera parte, la hablada en portugués, quedamos orientados por su referencia ética y de sentido. Más allá de las convenciones religiosas y de sus propias frustraciones, su presencia resulta esclarecedora y definitiva. Por eso, en la segunda parte, preferentemente francesa, su presencia se realiza en la ausencia, su sombra sigue marcando la dirección de la verdad y la bondad. Su huella da solidez al relato, como si en el tramo último el espectador tuviera ya que sustituir al padre Dinis, para así poner sentido y esperanza en un final mucho menos trágico del que nos narró Manoel de Oliveira en Un día de desespero (1992), cuando nos contó la muerte de Castelo Branco.
Película pues imprescindible para el espectador formado en el gusto estético de la narración y en la investigación antropológica de los personajes. El relato termina por perder su condición trágica, para hacer de lo romántico una puerta hacia el drama con sentido y la vida con esperanza. Pero una espera que supone paciencia y esfuerzo en el observador que termina por implicarse.

Volver arriba