El caballero oscuro, ideología servida como espectáculo


Aterriza como el gran estreno del verano lo que parece la conclusión de la trilogía de Batman del director Christopher Nolan. A pesar de la crítica benevolente y del público movilizado por la campaña publicitaria, la película no termina de convencer. Cinematográficamente el guión es una vuelta de tuerca tramposa a la mirada compleja de Batman Begins (2005) y de The Dark Knight (2008); mientras que la realización, tras el despliegue de Origen (2010), resulta repetitiva y demasiado envolvente para no ser manipuladora.
Gotham City goza de la paz social tras el engaño urdido por Batman y comisario Gordon sobre Harvey Dent, el fiscal de distrito que encumbrado como héroe tras su muerte, solo los espectadores conocen el trasfondo malvado de su doble personalidad. Pero la mentira tiene su precio, Bruce Wayne (Christian Bale) retirado de su actividad salvadora y económica así como amargado en su propio dolor y el jefe de policía (Gary Oldman) también reducido a la soledad tras el abandono de su familia. Sin embargo, el mal sigue creciendo en las cloacas ahora encarnado en Bane (Tom Hardy), el terrorista que con su discurso de liberación amenaza con destruir la aparente estabilidad social. En la peripecia también tendrá rostro femenino, aunque se reserva para el final saber de qué lado se encuentran, por una parte la ladrona Selina Kyle/Catwoman (entre lo más interesante Anne Hathaway) y por otra parte la empresaria ecologista Miranda Tate (una inocente Marion Cotillard). El bando de los buenos contará con los ayudantes de lujo con sobrada fidelidad: Lucius Fox (Morgan Freeman) y Alfred (bastante anciano ya Michael Caine). Y para el futuro de la saga John Blake, un joven policía honesto, valiente, servicial y en resumen perfecto (con posibilidades de recibir la alternativa de superhéroe Joseph Gordon-Levitt).
Con un guión de los hermanos Nolan (se une Jonathan) basado en los personajes creados por Bob Kane para el cómic, la película sigue la marca de la saga de oscurecer y complejizar a los personajes. El trasfondo social de esta relectura de los superhéroes partió de ofrecer una narración para elaborar el miedo de la sociedad norteamericana tras los atentados de la torres gemelas del 11-S; ahora se despliega para abordar la incertidumbre social de la crisis económica occidental. Con un esquema simple de buenos y malos, superhéroes y policías en el lado de los maravillosos mientras que villanos y terroristas en el lado de los malísimos. Pero como el entretenimiento necesita giros y más giros, los buenos han de purificarse pasando su propio descenso a los infiernos. En esta caso la cárcel-pozo donde para escapar es necesario asumir el miedo a la muerte. Y en el lado de los malos el guión se encarga de desenmascararlos poco a poco, 164 minutos dan para mucho, aunque como casi siempre sus venganzas son rudimentarias y sus almas negras.

El espectáculo audiovisual con persecuciones, desastres monumentales, inventos móviles inverosímiles, hundimientos de rascacielos unido a tanta oscuridad y tiniebla como efectos especiales, adoba una ideología simplista y vacía. Simplista porque los conflictos interiores son superficiales y nunca abordan el sentido, se diluyen en un dualismo irreal y preconcebido. Vacía porque como demuestra la trampa final, la felicidad y la armonía surgen de un orden que no se cuestiona y que en el fondo se acepta. Si la entrega anterior terminaba con una gran mentira por la paz en casa, esta entrega desemboca en un final feliz que desprende falsedad. Nuevamente los superhéroes al servicio del orden pero para este viaje no hacían falta tantas alforjas.
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