La casa de la abuela, un cuento de Navidad
Mariángeles tenía 87 años y se había ido quedando sola. Ya hace más de 20 años que enviudó y sus hijos habían ido haciendo su vida. El mayor vivía en el extranjero y de vez en cuando le hacia cortas y efusivas visitas en que la llenaba de regalos que luego no sabía usar y guardaba cuidadosamente en el cuarto de los trastos. Un aparato para hacer papilla las frutas, una máquina para aspirar el polvo y una bicicleta sin ruedas formaban parte de los artilugios que descansaban en un retiro inmerecido. También estaba la pequeña, Ester, que últimamente pasaba un mala racha. Su segundo hijo vivió apenas doce años, pero le acompañaba más que los otros. Había cogido la costumbre de hablarle, y como para ella seguía siendo un niño, le contaba lo que harían, lo que pondría para comer, a quien había visto al ir a la panadería o aquel programa de televisión que le había gustado.
Desde que murió José, su esposo, sabía que pasaría las fiestas de Navidad una vez más sola. Pero la soledad hace mucho que ya dejó de ser un problema. Ella sentía su vida acompañada. Al principio era difícil que la casa le cayera encima. Pasaba mucho tiempo fuera. Hacía alguna tarea de costura para reforzar la escuálida pensión e ir abordando las reparaciones de una casa grande y vieja, de esas que en la gran ciudad siempre están llenas de gastos. Además colaboraba en un comedor para gente sin techo y entre sus amigos su presencia era agradecida. Poco a poco los achaques fueron apartándola pero su casa siempre estaba abierta. Como la ventana, que al ser en planta baja, se asomaba a la vida de las personas que pasaban y frecuentemente se parecía más a un confesionario, ya que los saludos daban paso a las confidencias y estas frecuentemente al consejo y la palabra de aliento.
Aquella noche de Navidad, el frío intenso había despertado y agudizado sus dolores, había previsto cenar lo que le había pasado una generosa vecina, releer alguna de su viejas poesías, que había escrito a golpes de vida y rachas de inspiración, e irse pronto a la cama.
A media mañana llamaron a la puerta. Era Nacho su nieto, con aspecto demacrado y sucio. Su hija Esther, en trámites de separación, también había visto como su hijo había dejado la casa. Las pocas llamadas que recibía de ella eran para preguntarle si había pasado por allí el hijo fugado. Pues, por fin, se presentaba aunque en un estado lamentable. Le contó que había pasado la noche en el servicio de urgencias del cercano hospital. Que los amigos con los que vivía le dijeron que no podía volver y que además ellos estaría fuera. Y pensó, como tantas veces de niño, volver a casa de la abuela. Mariángeles le calentó la sopa de pescado que había traído su vecina. Poco a poco el color volvía a su rostro. No le preguntó que había pasado, aunque suponía que tenía que ver con las drogas que frecuentaba. Cuando estaba sola no encendía la calefacción central para no gastar, pero viendo el panorama la puso en marcha. Nacho después de comer quiso ducharse y al poco se echó a dormir.
La abuela aprovechó para salir a comprar. Ahora tendría que hacer algo para cenar. Renqueante llegaba con el carro lleno y vio, cuando llegada a casa, en la puerta a Ester, su hija. Había salido del trabajo por que le habían avisado desde el hospital que su hijo estaba ingresado. Pero cuando llegó a urgencias ya había marchado. En estos dos últimos años había envejecido sensiblemente y las arrugas había tomado su rostro. La hizo pasar y ella después de muchos meses volvió a cruzar el umbral. Enfadada con el mundo parecía que también su madre formaba parte de lo que quería olvidar. Mariángeles le contó que Nacho dormía en una de las habitaciones del viejo caserón. Ester aprovechó la ocasión para desahogarse y rompió a llorar. Su madre silenciosa escuchó su historia reciente de abandono y soledad mientras se ponía a cocinar. Cuando Ester se calmó se puso a ayudar cortando el cardo para la cena ya que se hizo a la idea que pasarían allí la noche.
Eran las 2 cuando se sentaron a comer algo. Nuevamente una llamada a la puerta. Era Paola, su nieta de 14 años. No había nadie en casa y venía a ver si podía comer. Cuando vio a su madre aprovechó para enfadarse. No sabía nada de ella, tampoco le había avisado que había marchado al hospital, no había comida preparada. Entre protestas viendo la carne guisada cogió un plato y se sentó a la mesa. Las tres mujeres pasaron del silencio poco a poco a la charla. El tema, en qué complicaciones se habría metido Nacho. Al poco, éste entró recién despierto y nuevamente hambriento y se sentó a la mesa mientras volvían las tres mujeres al silencio. La abuela, ya hecha a la idea, les invitó a cenar y a quedarse a pasar aquella noche.
La abuela acudió a las reservas de la despensa. Había vino de un viejo regalo y conservas que todavía fabricaba una vez al año. Madre e hija fueron confeccionando el menú. Mientras Paola salió a comprar más pan y una piña de postre. Cuando volvió se traía a su padre, este quería pasar por su antigua casa pero antes llamó a su hija. Paola hacía de mediadora tras la separación. Juanjo volvía a entrar a la casa de la abuela dos años después. Si en los primeros años de casados la familia se reunía con frecuencia, la distancia de casa de la abuela había terminado por convertirse en la distancia con Nacho, su hijo, y más tarde con Esther. Únicamente le quedaba, en parte, su hija y su trabajo como arquitecto que ahora ocupaba todas sus horas. Trabajaba para olvidar.
Padre e hijo se pusieron a preparar la mesa recopilando cinco sillas de la casa. La cubertería de las fiestas volvió a tener utilidad después de muchos años de retiro. La casa se había ido entonando y el olor de la verdura, las conservas y la carne añadían al calor cierto sabor. Cada uno se fue invitando y ya eran cinco los platos dispuestos. Nacho parecía bastante recuperado y comenzaba a hablar. Entre charla y televisión pasó el rato y se sentaron a cenar.
La abuela tenía costumbre de bendecir la mesa. Nadie iba a objetar nada, a fin de cuentas estaban en su casa. La bendición les sonó a familiar aunque también a desacostumbrada. Dar gracias cuando había pocos motivos sonaba a bastante atrevido. Todos dijeron "amén" con una mezcla de añoranza y compromiso obligado. Para qué contrariar a la abuela. Además por lo menos estaban juntos. El cardo con jamón del pueblo entonó los cuerpos helados desde dentro hacia fuera, el vino, agradable, ayudó a recomponer la conversación. Para cuando Esther sacó la carne, Nacho y Juanjo habían recuperado cierta complicidad, Paula parecía dejarse llevar por el buen rollo. La piña que había preparado Nacho estaba en su punto y Juanjo aprovechó para sacar los turrones que hasta ese momento no había enseñado.
Mientras la conversación fluía la abuela fue retirando las cosas, Paola desde la cocina fregaba. La casa ya estaba caldeada y cada uno fue buscando sus viejas habitaciones. Aunque esta vez Juanjo y Esther no coincidirían, era la primera vez que dormían bajo el mismo techo tras la separación, y el primero pasó a otra de las habitaciones vacías del caserón. Acomodados volvieron a la sala. Estuvieron un largo rato juntos resistiéndose a retirarse. Pero el sueño les fue venciendo. La abuela desde el sillón dolorida por el esfuerzo del día fue despidiéndolos. Había cenado demasiado y estaba bastante molesta. Como tantas noches le costaba dormir. Siguiendo su antiguo plan cogió el cuaderno donde escribía sus versos de aprendiz.
La noche pasó rápido. La casa caldeada invitaba a resistir entre las sábanas y a no volver a la realidad. Eran más de las diez cuando Ester y Paola se levantaron y prepararon café en la cocina. La abuela dormía en la sala en su sillón. Al rato, Juanjo se levantó al ruido y olor de la cafetera. Cuando pasó por la sala vio a la abuela con un cuaderno en el suelo. Se acercó a recogerlo y solo entonces se dio cuenta que apenas respiraba. Intentó encontrarle el pulso en vano. La movió sin éxito. No despertaba. Dio una voz y llegaron Esther y Paola. Tampoco respondió a la agitación. Con las voces se levantó Nacho que cuando llegó al salón vio a todos rodeando a la abuela. También vio el cuaderno que reposaba en el suelo. Había escritas unas palabras en la última hoja. Como si estuviera solo las leyó en voz alta: "Estáis vuestra casa, podéis quedaros. Yo ya he llegado a Casa, seguiremos juntos".
Después que Nacho leyó estas palabras, entre la sorpresa y el susto, cada uno no sabía hasta qué punto estaba preparado para recibir aquella herencia. Extrañamente según la ausencia se hacía más real y densa, la figura de la abuela cobraba una nueva relevancia, casi de inspiración. ¿Quedará alguien para quedarse en casa? Aunque lo único cierto es que la abuela había llegado a Casa precisamente el día de Navidad.