Más de cien años pueden ser una autorización para decir algo de la eternidad
Somos pocos a los que nos gusta Manoel de Oliveira. Instalado en una forma de hacer cine donde la narración de las palabras marcan el compás de la imágenes parece un cine de otro tiempo y por eso es un cine para mostrar otras cosas como el alma que permanece más allá de la muerte o los amores imposibles posibles en el más allá.
"El extraño caso de Angélica" llega tras cincuenta y siete películas, filmando desde 1931 y con ciento dos años. Ciertamente que el maestro Oliveira ha llegado a un simplicidad narrativa con gran ingenuidad formal pero cargada de preciosas perlas. Como aquella secuencia donde el fotógrafo Isaac trae a la madre de la difunta Angélica las fotos realizadas de la muerta donde esta se muestra con esa belleza entre compuesta y sobrenatural. La profundidad de campo se hace impresionante hasta en siete planos que tienen al más allá. O la forma de tratar el tiempo, o menor el entretiempo, entre el pasado del vestuario o los viejos palacios y estancias, el presente de los planos intercalados de la ciudad y el futuro ingrávido y sutil del más allá de la muerte. La densidad simbólica de los objetos que son más que flor, pájaro o jaula ya desde la primera alusión.
Con el cineasta portugués ya no hablamos de testamento fílmico (la última película) los que ya lo hemos mandado a la otra dimensión dos o tres veces. Sin embargo, cuando Oliveira recupera esta película que proyectó en 1952 la asume en una nueva perspectiva ciertamente escatológica. Algo que, por otra parte, no ha de asombrarnos en un cine que a la vez que se aplana busca inesperadamente la trascendencia. Clint Eastwood lo intenta en la incompleta "Más allá de la vida" (2010). En "Uncle Boonmee recuerda sus vida pasadas" en clave de escatología budista el director Apichatpong Weerasethakul nos muestra la perspectiva reencarnacionistas con una especial belleza imaginativa.
La tradición cristiana del portugués se denota en las frecuentes alusiones a Dios y la presencia de la cruz. Pero Oliveira nos quiere hablar del cielo desde su tema preferido los amores frustrados, síntoma de la finitud y de la fragilidad del deseo. La historia extrema del enamoramiento de una joven muerta concentra la locura y la grandeza de amor romántico cuyos autores tanto a perseguido nuestro director. Hay un momento en que la coral canta en una iglesia "El cielo es mi morada". Este canto parece venir de Angélica (Pilar López de Ayala) que convoca a Isaac (Ricardo Trêpa) el fotógrafo judío a salir de su frustración para entrar más allá del tiempo.
La exigencia de paciencia contemplativa, la elocuente música de Chopin y la ingenuidad en la representación del vuelo del alma presentan la imagen fílmica, de la que las fotografías iniciales no son más que una huella, como una lugar de trasfiguración de lo real. Como si entre el enfoque y el desenfoque fuera posible el milagro de ver lo que está más allá en una especie de convocación de los muertos para asomarse al más allá.
Creo que Oliveira ha querido filmar la inmortalidad del alma aunque no ha llegado a filmar la resurrección de los muertos. Si Dreyer fue demasiado carnal, Oliveira se quedo en espiritual. Asunto este difícil incluso para el que está en el borde, en el entretiempo. Lo cierto es que ante la resurrección lo más fácil es que se funda la imagen sea a blanco o a negro.
Con temor y temblor recomendamos a Oliveira. Auque supone una gramática fílmica y una dinámica narrativa que a muchos les haga dormirse y a otros abandonar la sala. Y el que avisa no es traidor.