La última cima o la posibilidad de decir a Dios
Este documental sobre Pablo Domínguez, sacerdote y decano de la Facultad de Teología de San Dámaso, es ante todo una expresión audiovisual para decir “sólo Dios y nada más que Dios”. El director y actor Juan Manuel Cotelo ha conseguido en éste su segundo largometraje, después del muy sugerente “El sudor de los ruiseñores” (1998), mostrar al Invisible a través de un medio paradójico, este documental a mitad de camino entre la realidad y algo que está más allá de ella. Hay, pues, inspiración en esta película que nos muestra la vida de este sacerdote que no deja de apuntarnos desde su humanidad desbordante al Trascendente cercano y el silencioso hecho Palabra y Presencia.
En la trayectoria de Cotelo esta película es la plasmación de un proceso de búsqueda del lenguaje espiritual. Desde hace tiempo lleva este director creyente buscando un estilo provocador y directo que transparente lo esencial del misterio de la fe de forma actual y significativa, existencial y comunicativa. Por eso lleva años investigando en torno al testimonio en la serie, todavía en producción, sobre los conversos. En este sentido la vida, un fugaz encuentro en una conferencia del profesor y la muerte de Pablo Domínguez fueron una providencial casualidad que hoy da su fruto en esta propuesta.
El carácter testimonial se resalta marcando el protagonismo del propio director-narrador que sale mirando al objetivo y provocando al espectador. Como si para esta comunicación no sirviera esconderse detrás de la cámara y fuera necesario terminar dando la cara como hace Jean-Luc Godard y explota comercialmente Michael Moore. En este caso pensamos que se trata de una clara implicación en el discurso fílmico que pasa a convertirse en testimonio.
Esta perspectiva se acentúa al elegir el tipo de mirada a la vida de Pablo Domínguez. No es una reconstrucción de su trayectoria, ni siquiera de sus palabras. El montaje se articula engranado los testimonios de los otros, la mirada del otro sobre el sacerdote que han querido y que ahora ya no está a su lado. Desde los testigos se reconstruye la vida que se van desvelando como un tesoro escondido. Son siempre testigos parciales a la vez que directos, sus propios padres -impresionantes ambos-, sus hermanos marcados por una especial lucidez, los sobrinos con su sinceridad infantil y un gran rosario que permite un completo recorrido eclesial en el que escuchamos desde un cardenal, un arzobispo o un obispo, a muchos compañeros sacerdotes y un buen número de mujeres y hombres creyentes para los que Pablo fue significativo. Antropológicamente esta reconstrucción de la vida es sugerente ya que de un testigo hablan otros testigos. Así las anécdotas, los gestos, las fotografías y las reconstrucciones nos muestran ante todo a alguien que se siente feliz aunque vive con la conciencia de que no se pertenece y que su destino es primordialmente una misión.
Es aquí donde el personaje se hace alter -Alter Christus dicho teológicamente- que apunta directamente a Dios, que poco a poco se van convirtiendo en el protagonista hacia el que todas las miradas y palabras confluyen. Algunos podrán pensar que esta perspectiva hagiográfica promueve el culto a la personalidad, aunque no podrán negar que comunicativamente es eficaz y responde a las preguntas reales. Otros podrán opinar que el entusiasmo se vuelve un tanto simplista e impúdico, aunque mal que les pese habrán de reconocer que esta sinceridad inocente tiene sabor a verdad. Bastantes dirán que ya no son tiempos para la apologética, en un documental que se presenta como una rehabilitación de la identidad y la misión del sacerdote católico, aunque habrán de convenir que esta aportación tiene carácter de necesaria e incluso de oportuna en tiempos como los que corren.
Sin embargo, lo más interesante es que a través de la vida entregada y generosa de este sacerdote, que poco a poco en la narración se va elevando hasta la última cima, aparece realmente una rehabilitación de la fe como experiencia de verdad, del amor como trasparencia de la bondad, de la vida como inmenso don, de la Iglesia como mesa de amistad fraterna y del mundo como altar del Creador. Ni el director ni el sacerdote son en definitiva los protagonistas, como dice uno de los entrevistados “como Pablo podemos ser cualquiera”.
Aplaudimos, pues, y recomendamos esta propuesta por su valor testimonial y de memoria pero sobre todo porque nos abre la puerta hacia algo que está más allá y detrás de la pantalla y que apunta a eternidad. Con “La última cima” se abre una pista por la que hay que seguir ascendiendo.