Un viaje por la frecura y la inocencia de la fe



Por fin llega a salas el documental francés “Érase una fe” (Il était une foi, 2011) que tuvimos la oportunidad de presentar en la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid y en la Mostra del Cinema Espiritual de Barcelona. Con la sencillez y la frescura de una iniciativa juvenil y con la profesionalidad de un experimentado productor de la televisión francesa, Pierre Barnérias. Un viaje en bicicleta de dos jóvenes alrededor del mundo buscando la Iglesia Católica escondida y remota que sobrevive únicamente de la fe.
Este trabajo ofrece a la vez el sabor de un documento antropológico sobre la universalidad del hecho religioso, la trasparencia de la fuerza interior de la fe de tantas personas y comunidades que generan un movimiento de comunión sin fronteras y el testimonio tan cercano como personal de dos jóvenes creyentes franceses. Charles y Gabriel, con 23 y 25 años, emprendieron en julio del 2009, desde París, un largo viaje de 365 días en bicicleta que les llevará por Turquía, Irak, India, Nepal, China, Tailandia, Brasil, Argelia y Marruecos para terminar en el mismo punto de partida, pero fuertemente cambiados por la experiencia vivida.
Hemos tenido la oportunidad de conversar en diversas ocasiones con Pierre Barnérias y nos ha hablado de la intensidad de su conversión tras un grave accidente y de la militancia de su fe. Más allá del entusiasmo de los conversos, que lo tiene, nos ofrece un montaje que muestra una iglesia plural y enculturada en diversos pueblos de cuatro continentes. Con un punto de vista aquilatado que partiendo siempre de las personas, de razas y culturas muy diversas, nos adentra en cómo viven su fe en adhesión a Jesucristo e incorporación a la Iglesia.
Los narradores son los dos jóvenes ciclistas que va contando el cambio que en ellos va produciendo el silencio de tantas horas de pedaleo que se termina transformándose en oración, su lucha con las dificultades que van desde enfermedades, robos o inclemencias climatológicas que les permiten descubrir que “no controlamos nada”, y, sobre todo, la hospitalidad de tantas pequeñas comunidades, de tantos creyentes que les ofrecen su casa y su comida, su vida y sus oraciones, la mayoría de ocasiones en grupos muy pobres y pequeños.
Impresiona la sencillez y trasparencia del testimonio de fe de católicos de todos los rincones, pero sobretodo de lugares donde sobrevivir resulta difícil. Impacta escuchar testimonios como los de la comunidad de Kurdistán en Irak, donde hasta llegamos a ver las armas de defensa, la iglesia y el hospital de las Misioneras de la Caridad quemados de Orissa en India, el fraile de Népal que nos cuenta como una bomba mató a muchos miembros de su comunidad o el creyente tibetano que ha pasado 24 años en la cárcel por el único delito de su fe. Con ellos descubrimos el camino de la reconciliación y el perdón como entraña del Evangelio. Comprobamos como el deseo de orar y de Dios puede cambiar el odio y permite abrir caminos comunes como aquel santuario mariano donde los hindúes peregrinan o la posibilidad del encuentro con los budistas en el Tíbet.
Al espectador, creyente o no, se le presenta la trascendencia de esta fe a nivel personal y cómo en ella hay una fuerza de comunión y fraternidad más allá de las diferencias. Como indican los dos narradores protagonistas “dejarse llevar no es fácil” pero resulta una aventura de sentido y de encuentro interhumano. No se trata tanto de una apología de los católicos por el mundo sino más bien de la fuerza reconciliadora de la fe que encarnan los monjes mártires de Tibhirine o la vida escondida y todavía fecunda de Charles de Foucauld, referencias con las que acaba este itinerario que permite abrir la mirada hacia la universalidad desde los más pequeños.
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