Budistas y cristianos contra pena capital
Me llamó la atención la reacción de un periodista español al comentarle la situación jurídicamente anormal y humanitariamente impresentable de la pena capital en Japón. Me preguntaba si no estaba confundiéndome de país y hablándole de China.
Si sólo mirásemos los números, Japón ejecuta muchísimas menos personas que Estados Unidos o China, en cabeza de lista de ejecuciones. Parece increíble que una nación con tantos adelantos civilizadores, si no es capaz de la abolición, no modifique un proceso de ejecución inconcebible en un estado de derecho.
En Japón, tras confirmarse la sentencia, la ejecución depende de la firma del Ministro de Justicia. Dos ministros rehusaron hacerlo durante su mandato. El actual ha firmado ya tres en menos de un año, tratando de rutinizar las ejecuciones. En la última década ha ido incrementándose el número de ejecuciones. Hay un ambiente de tabú en torno a este tema en la prensa. Más bien se tiende a publicar noticias sobre el aumento de la criminalidad, aprovechándolas para justificar el énfasis en la disuasión mediante la amenaza de la pena de muerte.
Según los datos de Amnestía internacional, hay en Japón más de cien personas sentenciadas a pena capital, que aguardan el día de la ejecución sin saber cuándo llegará. Algún condenado a muerte ha sido ejecutado más de 20 años después de dictada la sentencia. Bajo pretexto de asegurar la estabilidad mental de la persona condenada, se restringen las visitas. Por término medio, suelen esperar unos siete años. Durante ese tiempo ha amanecido cada día para el condenado sin saber si sería el último. Al oir los pasos del guardia que se acerca a la mirilla de su celda para pasarle la bandeja del frugal desayuno, entiende que le queda un día más. Cuando llegue el último día, sin previo aviso, en vez de traerle el desayuno le ordenarán limpiar la celda y tendrá unos minutos para redactar una última voluntad antes de ser conducido a la horca. Su familia, si la tiene, e incluso sus abogados, solamente se enterarán de que la ejecución se ha llevado a cabo cuando ya su cadáver esté en el depósito. Tendrán 24 horas para recogerlo.
Cuando las estadísticas dan un 80 por ciento de personas en favor de la pena capital (más de un 20 por ciento de aumento de 1975 a 2005), cualquier político preocupado por el número de sus votantes evita pronunciarse en favor de la abolición.
Un ex-guardia de prisiones, Toshio Sakamoto, publicó en 2003 un libro sobre los últimos momentos de condenados y el modo de llevarse a cabo las ejecuciones. Podría haber causado un fuerte impacto en la opinión pública, pero lamentablemente fue silenciado por los medios.
A una inicitaiva budista, secundada por protestantes, se ha sumado la iglesia católica para pedir la supresión de la pena capital. Recientemente las religiones e iglesias hermanas se han unido para concientizar a la ciudadanía, frente a unas estadísticas que reflejan el apoyo mayoritario a la pena capital. Es una seria dificultad cultural, que se remonta a la tradición sobre la venganza y la muerte como expiación.
Como en el tema del no a la guerra, también aquí el episcopado japonés se ha comprometido para apoyar interreligiosamente los derechos humanos. La Comisión de Justicia y Paz, presidida por el obispo Matsuura, envía carta de protesta al Ministro de Justicia cada vez que se produce una ejecución. Forma arte esta postura de una ética coherente sobre la vida, por parte de un episcopado comprometido para mediar en cuanto sean encuentros de reconciliación, procesos de pacificación o campañas de apoyo y defensa de la dignidad humana. Los obispos japoneses han insistido en sus cartas pastorales de las tres últimas décadas en adoptar una misma postura coherente, tanto al oponerse a la guerra y a la pena de muerte, como al defender la vida antes del nacimiento, apoyar mediaciones de reconciliación y salvaguardar los derechos de las personas discapacitadas o de los pacientes terminales. Siete años después de su publicación, sigue difundiéndose entre el público general la carta pastoral en que abogaban a comienzo del milenio por una cultura de la vida.
Si sólo mirásemos los números, Japón ejecuta muchísimas menos personas que Estados Unidos o China, en cabeza de lista de ejecuciones. Parece increíble que una nación con tantos adelantos civilizadores, si no es capaz de la abolición, no modifique un proceso de ejecución inconcebible en un estado de derecho.
En Japón, tras confirmarse la sentencia, la ejecución depende de la firma del Ministro de Justicia. Dos ministros rehusaron hacerlo durante su mandato. El actual ha firmado ya tres en menos de un año, tratando de rutinizar las ejecuciones. En la última década ha ido incrementándose el número de ejecuciones. Hay un ambiente de tabú en torno a este tema en la prensa. Más bien se tiende a publicar noticias sobre el aumento de la criminalidad, aprovechándolas para justificar el énfasis en la disuasión mediante la amenaza de la pena de muerte.
Según los datos de Amnestía internacional, hay en Japón más de cien personas sentenciadas a pena capital, que aguardan el día de la ejecución sin saber cuándo llegará. Algún condenado a muerte ha sido ejecutado más de 20 años después de dictada la sentencia. Bajo pretexto de asegurar la estabilidad mental de la persona condenada, se restringen las visitas. Por término medio, suelen esperar unos siete años. Durante ese tiempo ha amanecido cada día para el condenado sin saber si sería el último. Al oir los pasos del guardia que se acerca a la mirilla de su celda para pasarle la bandeja del frugal desayuno, entiende que le queda un día más. Cuando llegue el último día, sin previo aviso, en vez de traerle el desayuno le ordenarán limpiar la celda y tendrá unos minutos para redactar una última voluntad antes de ser conducido a la horca. Su familia, si la tiene, e incluso sus abogados, solamente se enterarán de que la ejecución se ha llevado a cabo cuando ya su cadáver esté en el depósito. Tendrán 24 horas para recogerlo.
Cuando las estadísticas dan un 80 por ciento de personas en favor de la pena capital (más de un 20 por ciento de aumento de 1975 a 2005), cualquier político preocupado por el número de sus votantes evita pronunciarse en favor de la abolición.
Un ex-guardia de prisiones, Toshio Sakamoto, publicó en 2003 un libro sobre los últimos momentos de condenados y el modo de llevarse a cabo las ejecuciones. Podría haber causado un fuerte impacto en la opinión pública, pero lamentablemente fue silenciado por los medios.
A una inicitaiva budista, secundada por protestantes, se ha sumado la iglesia católica para pedir la supresión de la pena capital. Recientemente las religiones e iglesias hermanas se han unido para concientizar a la ciudadanía, frente a unas estadísticas que reflejan el apoyo mayoritario a la pena capital. Es una seria dificultad cultural, que se remonta a la tradición sobre la venganza y la muerte como expiación.
Como en el tema del no a la guerra, también aquí el episcopado japonés se ha comprometido para apoyar interreligiosamente los derechos humanos. La Comisión de Justicia y Paz, presidida por el obispo Matsuura, envía carta de protesta al Ministro de Justicia cada vez que se produce una ejecución. Forma arte esta postura de una ética coherente sobre la vida, por parte de un episcopado comprometido para mediar en cuanto sean encuentros de reconciliación, procesos de pacificación o campañas de apoyo y defensa de la dignidad humana. Los obispos japoneses han insistido en sus cartas pastorales de las tres últimas décadas en adoptar una misma postura coherente, tanto al oponerse a la guerra y a la pena de muerte, como al defender la vida antes del nacimiento, apoyar mediaciones de reconciliación y salvaguardar los derechos de las personas discapacitadas o de los pacientes terminales. Siete años después de su publicación, sigue difundiéndose entre el público general la carta pastoral en que abogaban a comienzo del milenio por una cultura de la vida.