Comer solo, de cara a la pared
En japonés hay una palabra nueva: “comer en solitario” (Koshoku. “Ko”, individual. “Shoku”, comida) para referirse a la generación de jóvenes que, sin dirigir la palabra en casa, llevan del frigorífico a la habitación la cena fría para tomarla frente al ordenador o a la tele. Se inventó la palabra koshoku, echando de menos las comidas en familia.
En el espacio estrechísimo de un tenderete de tentenpiés baratos, vemos en Tokyo a estresados ejecutivos sentados apretujadamente cara a la pared sorbiendo con palillos el tazón de udón o fideos gruesos con sabor de soja. Por contraste, en un barrio de los “sin techo”, unos ancianos sentados en corro en la acera comparten sopa de retales y se calientan bebiendo sake juntos.
Un compañero jesuita, invitado a su paso por Brasil en un convento de clausura, desayunaba después de la misa en una diminuta sala de visitas junto al torno. Mientras sorbe el café con leche nota que unos niños de la calle curiosean por la ventana. Cuando se vuelve a mirarlos, se esconden. Vuelve al café con leche. De nuevo se asoman los niños a la ventana y se ríen señalando al cura. Se levanta molesto y les grita enfadado: ¿Es que no habéis visto a nadie comiendo? Responden los críos: ¡Solo no!
Quizás esas criaturas, aun mal alimentadas, sabían que comer no es algo que se hace solo y a escondidas, como si fuera nefando vicio solitario.
En los años cincuenta, había unas capillitas alrededor de la sacristía del seminario, pequeñas como cabinas de teléfono. Allí solos y de cara a la pared, una docena de sacerdotes “decía Misa en privado” en voz baja a la misma hora. Pero desde el Concilio Vaticano II se recuperó el sentido convivial de la eucaristía, en torno a la mesa, compartiendo la vida, la palabra y el Pan de Vida.
Y terminaba Jesús las parábolas diciendo: Qui potest capere, capiat...
En el espacio estrechísimo de un tenderete de tentenpiés baratos, vemos en Tokyo a estresados ejecutivos sentados apretujadamente cara a la pared sorbiendo con palillos el tazón de udón o fideos gruesos con sabor de soja. Por contraste, en un barrio de los “sin techo”, unos ancianos sentados en corro en la acera comparten sopa de retales y se calientan bebiendo sake juntos.
Un compañero jesuita, invitado a su paso por Brasil en un convento de clausura, desayunaba después de la misa en una diminuta sala de visitas junto al torno. Mientras sorbe el café con leche nota que unos niños de la calle curiosean por la ventana. Cuando se vuelve a mirarlos, se esconden. Vuelve al café con leche. De nuevo se asoman los niños a la ventana y se ríen señalando al cura. Se levanta molesto y les grita enfadado: ¿Es que no habéis visto a nadie comiendo? Responden los críos: ¡Solo no!
Quizás esas criaturas, aun mal alimentadas, sabían que comer no es algo que se hace solo y a escondidas, como si fuera nefando vicio solitario.
En los años cincuenta, había unas capillitas alrededor de la sacristía del seminario, pequeñas como cabinas de teléfono. Allí solos y de cara a la pared, una docena de sacerdotes “decía Misa en privado” en voz baja a la misma hora. Pero desde el Concilio Vaticano II se recuperó el sentido convivial de la eucaristía, en torno a la mesa, compartiendo la vida, la palabra y el Pan de Vida.
Y terminaba Jesús las parábolas diciendo: Qui potest capere, capiat...