Desmitificar el dolorismo
La Dolorosa de Salzillo no es exaltación del dolor, sino todo lo contrario: grito contenido de plegaria como queja amorosa.
“¿Por qué, Dios mío, por qué?”, dice alzando su mirada hacia el sol desde el umbral del templo al salir la procesión. Otras imágenes vuelven hacia el pueblo sus ojos de misericordia. Pero ésta los dirige a los cielos silenciosos. No invita a sufrir o crucificarse, sino a clamar: “¿Por qué, Señor, por qué?”. “¿Cómo descolgar de sus cruces a una parte, al menos, del mundo crucificado?”
La tradición muciana aguarda en la plaza de san Andrés la salida de la Dolorosa. “Que al año que viene volvamos, don Juan”. “Esta vez ya no viene la abuela Fuensanta”. La explicación legendaria reza así: una madre huertana perdió al hijo y el escultor plasmó el momento en esos ojos y manos.
Hace medio siglo, acompañaba a mi padre al rito de “ver salir la Dolorosa” el mismo año en que él compuso estos versos, inspirados por las manos de la Dolorosa y las de sus angelotes: dolor sereno hecho plegaria:
Besando reverente la fimbria de tu manto
un ángel acompasa sus vuelos a tu paso,
Y al quedarse prendido por su beso en el raso,
nueva joya le añade con su célico encanto.
Prendidos en la gracia y el dolor del Viernes Santo,
a tus pies otros oran con temblores de ocaso
y al mostrar con las manos de su pena el fracaso
compungidos te ofrecen la oblación de su llanto.
Pero el tema del dolor es ambivalente. A mi paso por España, escucho homilías cuaresmales y me preocupan ecos de dolorismo masoquista. ¿Aún no soltamos el lastre de predicaciones medievales o decimonónicas idolatrando el dolor por el dolor? Como si mereciese más quien más sufre o el sufrimiento obedeciera a un plan divino providencial; como si Jesús pagase precio de sangre para reparar a una divinidad airada...
Dos ejemplos: la conversación con un esposo en duelo y el coloquio en una conferencia de bioética.
Quien perdió a la joven esposa lamenta incomprensiones familiares, propias de ciertos movimientos de espiritualidad. Le invitan a resignarse ante la desgracia, quw dicen fue “enviada por Dios”, le animan a saltar de alegr:ia porque su mujer goza ya en el cielo. Él se resiste: “¿Por qué precisamente a mí? ¿Por qué te la llevaste?” Su piadosa familia le reprende: “No blasfemes”. Cuando me lo consultó, le respondí: “¡Qué barbaridad! Llamar blasfemia a tu plegaria...”. “¿No hago mal quejándome?”, me decía. “No, sigue quejándote, es la única oración que te brota”. Así lo aprendí en las reflexiones sobre el mal de Paul Ricoeur y, mucho antes que eso, en los ojos y las manos de la Dolorosa.
Se oye decir ante el sufrimiento: “Dios lo ha permitido”, “se ganan méritos”, “será para bien”, etc. Peor aún, a veces alguien llega a conjetur: “quizás soy castigado”. Pero la fe adulta dice: “Ni Dios lo quiso, ni lo permitió para bien, ni para castigarme. Simplemente, no me lo explico". Ni se justifica, culpando a Dios, ni se consuela falsamente. La fe no soluciona el enigma, aunque da esperanza. No se cree en Dios porque resuelva el enigma del mal, sino a pesar de que no lo resuelve. La fe no es tener las ideas claras acerca del por qué del sufrimiento, sino ser capaz de esperanza a pesar de que todo esté oscuro. Es más fiel al mensaje evangélico la teología de la queja amorosa que la de la permisión divina del mal.
Hasta aquí el ejemplo del consultorio. Semejante problema se planteó en el coloquio de bioética. Hablamos de aliviar el dolor y de los analgésicos necesarios, aunque aceleren el proceso de morir; tratamos sobre lo correcto de la sedación médicamente indicada y responsablemente consentida; pedimos rehabilitar la fama de los médicos, víctimas de denuncias anónimas que confundieron sedación apropiada con eutanasia injusta. Pero se levantaron voces extremistas diciendo que “para la fe cristiana el dolor tiene mérito y hay que aceptarlo”. Hasta citaron la Biblia para decir que la mujer ha de dar a luz con dolor.
Pero, usando las armas del magisterio eclesiástico para defendernos de sus abusos , podemos presentar a los integristas citas de tiempos de Pío XII contra la presunta obligación: “con dolor parirás”. “La persona cristiana no tiene nunca obligación de aceptar el dolor por el dolor” (Discurso IX Congreso internacional de la Sociedad italiana de anestesiología, 24, febrero, 1957, n. 18). Ni Dios desea el dolor ni lo envía. “Las palabras del Evangelio y la conducta de Jesús no indican que Dios quiera esto, y la Iglesia no les ha dado de ningún modo esta interpretación” (n. 36). No es pertinente sugerir a enfermos y moribundos que soporten dolor para adquirir méritos. El dolor puede dar ocasión, no a méritos, sino a nuevas faltas (id., n.40).
La Declaración Iura et bona (Congregación para la Doctrina de la Fe, 1980, nn. 17-22) lo reformuló así: a) el dolor físico, elemento inevitable de la condición humana, supera su utilidad biológica; es natural que se desee eliminarlo; b) algunos cristianos desean asumirlo, pero no es prudente imponer como norma un comportamiento heroico; c) la prudencia humana y cristiana sugiere para la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas adecuadas para aliviar o suprimir el dolor, aunque de ello se deriven, como efectos secundarios, entorpecimiento o menor lucidez; d) es lícito, si no hay otro medio, el uso de analgésicos que supriman el dolor y la conciencia, incluso cuando se prevé que el uso de narcóticos abreviará la vida.
En la citada conferencia no quedaron convencidas las posturas integristas, pero buena parte del público apreció la aclaración. Es oportuno, en Semana Santa, abogar una vez más por la desmitificación del dolorismo, reverso de la plasmación artística de la Pasión en nuestras procesiones.
(Publicado en La Verdad, de Murcia, el Jueves Santo, 20 de marzo de 2008)