La transición incompleta
Después de Fidel Castro, ¿cambio, continuidad o compromiso? Al diagnosticar la circunstancia política cubana en el momento actual, los tertulianos de turno intercambiaban conjeturas sobre posibles escenarios para la transición. En semejantes debates es tentadora la referencia al llamado caso español y las alusiones al desarrollo de nuestra transición. Suele darse por supuesto que nuestro país aprobó ya esa asignatura hace más de tres décadas. Pero ¿estamos seguros de que es así?
En la presentación del libro de Juan Luis Cebrián y Felipe González, El futuro no es lo que parece, se analizaba y valoraba el proceso de consenso y el moderador del diálogo, Héctor Aguilera Comín, resaltaba la necesidad de una «cancelación del pasado» (El País, 27-II). Pero la valoración del proceso de cambio en nuestro país es ambivalente y se dividen las opiniones sobre su logro. «La transición se cerró en falso», escribía ese mismo día Manuel Buitrago (La Verdad 27-II). En efecto, un cuarto de siglo después del período de cambios que siguió a la muerte de Franco cabe cuestionar: ¿no está aún incompleta la transición a estas alturas?
Es muy difícil diagnosticar los cambios culturales a la vez que se está sumergido e implicado en ellos. Falta perspectiva histórica. La metáfora que usan los antropólogos es el intento de analizar un alud de nieve que nos arrolla. ¿Cómo analizar la dirección y velocidad de la avalancha mientras se está siendo arrastrado por ella? Otra cosa sería filmar el fenómeno desde las alturas, por ejemplo, desde el ángulo de visión de quien sobrevuela en helicóptero la montaña nevada. Apliquemos la metáfora a la observación de los cambios sociales y culturales del propio país vistos desde fuera y a distancia. La coyuntura histórica de la realidad del país se percibe de un modo peculiar por la ciudadanía residente en el extranjero que a la hora de las elecciones vota por correo. Contemplar la tierra patria a vista de pájaro tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Por eso, no se atreve uno a dictaminar; pero sí a plantear interrogaciones. ¿Estamos seguros de que se consumó la transición y pasamos página definitivamente? ¿O la presunta transición es una sinfonía incompleta?
En las últimas tres décadas se ha podido dar la bienvenida en nuestro país a tres transiciones políticas, pero me parece que queda por hacer una cuarta transición más difícil y lenta que las anteriores por tratarse de una transición cultural. Esta cuarta transición sigue siendo, hoy por hoy, asignatura pendiente.
Cuando murió Franco los profetas de desastres se apresuraron a anunciar: «Vendrá la hecatombre, se hundirá el país». Pero ni vino la hecatombe ni se vino abajo el país. Se pudo dar el paso de la dictadura a la democracia. Esa fue la primera transición. Cuando, después de Suárez, subió el partido socialista al poder con Felipe González se oyeron de nuevo vaticinios pesimistas de desastre. Ahora sí que auguraban la hecatombe. Pero no ocurrió la hecatombe. Era la segunda transición y seguía cambiando el país. A medida que iba quedando desactivada la tentación del golpismo, se consolidaba el presunto cierre de la transición. Sin embargo, no faltaban voces de mal augurio que sentenciaban: «En este país no puede darse alternancia de partidos en el poder, sería ingobernable». Pero una vez más se equivocaron las predicciones catastróficas. Se produjo la alternancia de partidos, sin que se hundiera el país ni se desencadenara la hecatombe. Subió al gobierno el PP, con Aznar, y luego de nuevo el PSOE, con Zapatero. Se había dado la alternancia; podía hablarse de una tercera transición.
En las dos primeras transiciones diversas sensibilidades, tanto políticas como religiosas, supieron ceder, dialogar y convivir. En la tercera ha sido más difícil. Resonaban en las alturas de la cúpula eclesiástica voces nostálgicas de la simbiosis de trono y altar. Se echaba de menos un Tarancón en la Iglesia y sus equivalentes interlocutores en la política.
Actualmente ¿dónde estamos? A pesar de esas tres etapas de cambio político y consolidación de la democracia, todavía parece incompleta la transición, ya que falta por dar el paso de un cambio cultural más a fondo. Vista desde fuera o desde lejos, se percibe lo anómalo de la circunstancia política y religiosa en algunas áreas del estado español. Se echa de menos el cambio de la cultura de la crispación a la convivencia. Parecen pervivir aquellos defectos que atinadamente denunciaba Unamuno como lastre decimonónico de nuestro país: intolerancia, envidia, maniqueísmo, descalificación mutua, falta de matices, manía cartesiana por las ideas claras y el dogmatismo de sí o no, blanco o negro, agresividad, espíritu inquisitorial, fanatismo, incapacidad para el diálogo, en una palabra: guerra civil.
Si este diagnóstico es cierto, no hemos superado un pasado, lamentablemente añorado por ciertos extremismos tanto políticos como religiosos. Nos queda por llevar a cabo esa cuarta transición, la del cambio cultural de la crispación a la convivencia. Sería deseable un partido que la garantice. Pero más importante aún será exigir que el gobierno que salga de las elecciones, sea el que sea, apoye esa transición cultural con visión de estado. Esta es la cuestión de fondo, verdaderamente preocupante, sobre la que no encontramos ni una sola línea en la nota de la Conferencia Episcopal ante las elecciones.
(Publicado en La Verdad, de Murcia, el 2 de marzo, 2008).
En la presentación del libro de Juan Luis Cebrián y Felipe González, El futuro no es lo que parece, se analizaba y valoraba el proceso de consenso y el moderador del diálogo, Héctor Aguilera Comín, resaltaba la necesidad de una «cancelación del pasado» (El País, 27-II). Pero la valoración del proceso de cambio en nuestro país es ambivalente y se dividen las opiniones sobre su logro. «La transición se cerró en falso», escribía ese mismo día Manuel Buitrago (La Verdad 27-II). En efecto, un cuarto de siglo después del período de cambios que siguió a la muerte de Franco cabe cuestionar: ¿no está aún incompleta la transición a estas alturas?
Es muy difícil diagnosticar los cambios culturales a la vez que se está sumergido e implicado en ellos. Falta perspectiva histórica. La metáfora que usan los antropólogos es el intento de analizar un alud de nieve que nos arrolla. ¿Cómo analizar la dirección y velocidad de la avalancha mientras se está siendo arrastrado por ella? Otra cosa sería filmar el fenómeno desde las alturas, por ejemplo, desde el ángulo de visión de quien sobrevuela en helicóptero la montaña nevada. Apliquemos la metáfora a la observación de los cambios sociales y culturales del propio país vistos desde fuera y a distancia. La coyuntura histórica de la realidad del país se percibe de un modo peculiar por la ciudadanía residente en el extranjero que a la hora de las elecciones vota por correo. Contemplar la tierra patria a vista de pájaro tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Por eso, no se atreve uno a dictaminar; pero sí a plantear interrogaciones. ¿Estamos seguros de que se consumó la transición y pasamos página definitivamente? ¿O la presunta transición es una sinfonía incompleta?
En las últimas tres décadas se ha podido dar la bienvenida en nuestro país a tres transiciones políticas, pero me parece que queda por hacer una cuarta transición más difícil y lenta que las anteriores por tratarse de una transición cultural. Esta cuarta transición sigue siendo, hoy por hoy, asignatura pendiente.
Cuando murió Franco los profetas de desastres se apresuraron a anunciar: «Vendrá la hecatombre, se hundirá el país». Pero ni vino la hecatombe ni se vino abajo el país. Se pudo dar el paso de la dictadura a la democracia. Esa fue la primera transición. Cuando, después de Suárez, subió el partido socialista al poder con Felipe González se oyeron de nuevo vaticinios pesimistas de desastre. Ahora sí que auguraban la hecatombe. Pero no ocurrió la hecatombe. Era la segunda transición y seguía cambiando el país. A medida que iba quedando desactivada la tentación del golpismo, se consolidaba el presunto cierre de la transición. Sin embargo, no faltaban voces de mal augurio que sentenciaban: «En este país no puede darse alternancia de partidos en el poder, sería ingobernable». Pero una vez más se equivocaron las predicciones catastróficas. Se produjo la alternancia de partidos, sin que se hundiera el país ni se desencadenara la hecatombe. Subió al gobierno el PP, con Aznar, y luego de nuevo el PSOE, con Zapatero. Se había dado la alternancia; podía hablarse de una tercera transición.
En las dos primeras transiciones diversas sensibilidades, tanto políticas como religiosas, supieron ceder, dialogar y convivir. En la tercera ha sido más difícil. Resonaban en las alturas de la cúpula eclesiástica voces nostálgicas de la simbiosis de trono y altar. Se echaba de menos un Tarancón en la Iglesia y sus equivalentes interlocutores en la política.
Actualmente ¿dónde estamos? A pesar de esas tres etapas de cambio político y consolidación de la democracia, todavía parece incompleta la transición, ya que falta por dar el paso de un cambio cultural más a fondo. Vista desde fuera o desde lejos, se percibe lo anómalo de la circunstancia política y religiosa en algunas áreas del estado español. Se echa de menos el cambio de la cultura de la crispación a la convivencia. Parecen pervivir aquellos defectos que atinadamente denunciaba Unamuno como lastre decimonónico de nuestro país: intolerancia, envidia, maniqueísmo, descalificación mutua, falta de matices, manía cartesiana por las ideas claras y el dogmatismo de sí o no, blanco o negro, agresividad, espíritu inquisitorial, fanatismo, incapacidad para el diálogo, en una palabra: guerra civil.
Si este diagnóstico es cierto, no hemos superado un pasado, lamentablemente añorado por ciertos extremismos tanto políticos como religiosos. Nos queda por llevar a cabo esa cuarta transición, la del cambio cultural de la crispación a la convivencia. Sería deseable un partido que la garantice. Pero más importante aún será exigir que el gobierno que salga de las elecciones, sea el que sea, apoye esa transición cultural con visión de estado. Esta es la cuestión de fondo, verdaderamente preocupante, sobre la que no encontramos ni una sola línea en la nota de la Conferencia Episcopal ante las elecciones.
(Publicado en La Verdad, de Murcia, el 2 de marzo, 2008).