"El mundo actual es cada día más elitista y cruel con los excluidos. Es una verdad que causa dolor" Francisco llama a "reaccionar" para ayudar a los migrantes y refugiados: "No podemos permanecer indiferentes"
Imponente homilía de Jorge Bergoglio por la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, en la que llamó a no “excluir a nadie” y criticó “los privilegios de unos pocos” que “perjudican a muchos otros”
"No podemos permanecer insensibles, con el corazón anestesiado, ante la miseria de tantas personas inocentes. No podemos sino llorar. No podemos dejar de reaccionar"
Hernán Reyes Alcaide, corresponsal en el Vaticano
Una nueva lección de humanidad de parte del papa Francisco. Una vez más, Jorge Bergoglio apeló a toda la legitimidad que construyó y volvió a ponerle a los líderes occidentales la vara bien alta en materia migratoria.
Una homilía en la que convocó a los cristianos a “comprometerse con la construcción de un mundo más justo”, les pidió “sentir compasión por el sufrimiento de los hermanos y las hermanas” que sufren las consecuencias de los “privilegios de unos pocos” alertó sobre los riesgos de no ver las dificultades de los hermanos cuando quedamos “demasiado concentrados en preservar nuestro bienestar”.
“Debemos prestar especial atención a los forasteros, como también a las viudas, a los huérfanos y a todos los que son descartados en nuestros días”, reclamó el pontífice argentino durante la misa de este domingo en la Plaza San Pedro.
Todas las periferias existenciales
“En el Mensaje para esta 105 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, el lema se repite como un estribillo: No se trata sólo de migrantes. Y es verdad: no se trata sólo de forasteros, se trata de todos los habitantes de las periferias existenciales que, junto con los migrantes y los refugiados, son víctimas de la cultura del descarte”, reclamó.
“El Señor nos pide que pongamos en práctica la caridad hacia ellos; nos pide que restauremos su humanidad, a la vez que la nuestra, sin excluir a nadie, sin dejar a nadie afuera”, pidió, en una plaza colmada de fieles que presenciaron la misa que tuvo un coro multiétnico, con integrantes de más de diez países, entre ellos Sri Lanka, México y Tailandia.
“Pero, junto con el ejercicio de la caridad, el Señor nos pide que reflexionemos sobre las injusticias que generan exclusión, en particular sobre los privilegios de unos pocos, que perjudican a muchos otros cuando perduran. Y también nosotros, demasiado concentrados en preservar nuestro bienestar, corremos el riesgo de no ver al hermano y a la hermana en dificultad”, reclamó Bergoglio.
El pontífice planteó con firmeza su posición una vez más. Y si bien convocó a toda la “humanidad”, se dirigió en especial a los cristianos. “
No podemos permanecer indiferentes ante el drama de las viejas y nuevas pobrezas, de las soledades más oscuras, del desprecio y de la discriminación de quienes no pertenecen a ‘nuestro’ grupo”.
“No podemos permanecer insensibles, con el corazón anestesiado, ante la miseria de tantas personas inocentes. No podemos sino llorar. No podemos dejar de reaccionar”, exclamó.
Construcción de un mundo más justo
En ese marco, dio las pistas del comportamiento que reclama: “Amar al prójimo como a uno mismo significa también comprometerse seriamente en la construcción de un mundo más justo, donde todos puedan acceder a los bienes de la tierra, donde todos tengan la posibilidad de realizarse como personas y como familias, donde los derechos fundamentales y la dignidad estén garantizados para todos”.
“Amar al prójimo significa sentir compasión por el sufrimiento de los hermanos y las hermanas, acercarse, tocar sus llagas, compartir sus historias, para manifestarles concretamente la ternura que Dios les tiene. Significa hacerse prójimo de todos los viandantes apaleados y abandonados en los caminos del mundo, para aliviar sus heridas y llevarlos al lugar de acogida más cercano, donde se les pueda atender en sus necesidades”, expuso.
En la Homilía, Bergoglio recordó que en las escrituras "se nos recuerda que el Señor sostiene a los forasteros, así como a las viudas y a los huérfanos del pueblo".
"Los forasteros, las viudas y los huérfanos son los que carecen de derechos, los excluidos, los marginados, por quienes el Señor muestra una particular solicitud. Por esta razón, Dios les pide a los israelitas que les
presten una especial atención", añadió.
Homilía del Papa
En el Salmo Responsorial se nos recuerda que el Señor sostiene a los forasteros, así como a las viudas y a los huérfanos del pueblo. El salmista menciona de forma explícita aquellas categorías que son especialmente vulnerables, a menudo olvidadas y expuestas a abusos. Los forasteros, las viudas y los huérfanos son los que carecen de derechos, los excluidos, los marginados, por quienes el Señor muestra una particular solicitud. Por esta razón, Dios les pide a los israelitas que les presten una especial atención.
En el libro del Éxodo, el Señor advierte al pueblo de no maltratar de ningún modo a las viudas y a los huérfanos, porque Él escucha su clamor (cf. 22,23). La misma admonición se repite dos veces en el Deuteronomio (cf. 24,17; 27,19), incluyendo a los extranjeros entre las categorías protegidas. La razón de esta advertencia se explica claramente en el mismo libro: el Dios de Israel es Aquel que «hace justicia al huérfano y a la viuda, y que ama al emigrante, dándole pan y vestido» (10,18). Esta preocupación amorosa por los menos favorecidos se presenta como un rasgo distintivo del Dios de Israel, y también se le requiere, como un deber moral, a todos los que quieran pertenecer a su pueblo.
Por eso debemos prestar especial atención a los forasteros, como también a las viudas, a los huérfanos y a todos los que son descartados en nuestros días. En el Mensaje para esta 105 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, el lema se repite como un estribillo: “No se trata sólo de migrantes”. Y es verdad: no se trata sólo de forasteros, se trata de todos los habitantes de las periferias existenciales que, junto con los migrantes y los refugiados, son víctimas de la cultura del descarte. El Señor nos pide que pongamos en práctica la caridad hacia ellos; nos pide que restauremos su humanidad, a la vez que la nuestra, sin excluir a nadie, sin dejar a nadie afuera.
Pero, junto con el ejercicio de la caridad, el Señor nos pide que reflexionemos sobre las injusticias que generan exclusión, en particular sobre los privilegios de unos pocos, que perjudican a muchos otros cuando perduran. «El mundo actual es cada día más elitista y cruel con los excluidos. Los países en vías de desarrollo siguen agotando sus mejores recursos naturales y humanos en beneficio de unos pocos mercados privilegiados. Las guerras afectan sólo a algunas regiones del mundo; sin embargo, la fabricación de armas y su venta se lleva a cabo en otras regiones, que luego no quieren hacerse cargo de los refugiados que dichos conflictos generan. Quienes padecen las consecuencias son siempre los pequeños, los pobres, los más vulnerables, a quienes se les impide sentarse a la mesa y se les deja sólo las “migajas” del banquete» (Mensaje para la 105 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado).
Así se entienden las duras palabras del profeta Amós, proclamadas en la primera lectura (6,1.4-7). ¡Ay de los que viven despreocupadamente y buscando placer en Sion, que no se preocupan por la ruina del pueblo de Dios, que sin embargo está a la vista de todos! No se dan cuenta de la ruina de Israel, porque están demasiado ocupados asegurándose una buena vida, alimentos exquisitos y bebidas refinadas. Sorprende ver cómo, después de 28 siglos, estas advertencias conservan toda su actualidad. De hecho, también hoy día la «cultura del bienestar [...] nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, [...] lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia» (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).
Al final, también nosotros corremos el riesgo de convertirnos en ese hombre rico del que nos habla el Evangelio, que no se preocupa por el pobre Lázaro «cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico» (Lc 16,20-21). Demasiado ocupado en comprarse vestidos elegantes y organizar banquetes espléndidos, el rico de la parábola no advierte el sufrimiento de Lázaro. Y también nosotros, demasiado concentrados en preservar nuestro bienestar, corremos el riesgo de no ver al hermano y a la hermana en dificultad.
Pero como cristianos no podemos permanecer indiferentes ante el drama de las viejas y nuevas pobrezas, de las soledades más oscuras, del desprecio y de la discriminación de quienes no pertenecen a “nuestro” grupo. No podemos permanecer insensibles, con el corazón anestesiado, ante la miseria de tantas personas inocentes. No podemos sino llorar. No podemos dejar de reaccionar.
Si queremos ser hombres y mujeres de Dios, como le pide san Pablo a Timoteo, debemos guardar «el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tm 6,14); y el mandamiento es amar a Dios y amar al prójimo. No podemos separarlos. Y amar al prójimo como a uno mismo significa también comprometerse seriamente en la construcción de un mundo más justo, donde todos puedan acceder a los bienes de la tierra, donde todos tengan la posibilidad de realizarse como personas y como familias, donde los derechos fundamentales y la dignidad estén garantizados para todos.
Amar al prójimo significa sentir compasión por el sufrimiento de los hermanos y las hermanas, acercarse, tocar sus llagas, compartir sus historias, para manifestarles concretamente la ternura que Dios les tiene. Significa hacerse prójimo de todos los viandantes apaleados y abandonados en los caminos del mundo, para aliviar sus heridas y llevarlos al lugar de acogida más cercano, donde se les pueda atender en sus necesidades.
Este santo mandamiento, Dios se lo dio a su pueblo, y lo selló con la sangre de su Hijo Jesús, para que sea fuente de bendición para toda la humanidad. Porque todos juntos podemos comprometernos en la edificación de la familia humana según el plan original, revelado en Jesucristo: todos hermanos, hijos del único Padre.
Encomendamos hoy al amor maternal de María, Nuestra Señora del Camino, a los migrantes y refugiados, junto con los habitantes de las periferias del mundo y a quienes se hacen sus compañeros de viaje.