Extraido de "Trazos de evangeliio, trozos de vida" (PPC) "Despojarse para poder entregarse y ser de los pobres" (XXVIII Ordinario)

No hay nada extraño que no podamos llamar a Dios desde el riego y la apuesta de todo lo que tiene y hace para buscar la vida de los demás y llevarlos a la alegría de la promesa cumplida. Su fortaleza y su poder se manifiestan en la capacidad de arriesgar y entregar sin guardarse nada para sí. Dios en Jesucristo lo ha vendido todo, se ha despojado de su rango haciéndose uno de tantos, para dárselo a los pobres, para que el mundo se salve y no se condene, para quitar todo oprobio de los que sufren. El camino de la vida eterna está libre y es gratuito. El fin de semana pasado los jóvenes estudiantes católicos (JEC) han celebrado su comisión general de principio de curso en Madrid con la inquietud de aquel joven del evangelio.
| Jose Moreno Losada
Arriesgar y perder para ganar
Las apuestas de Dios van sobradas de riesgos y escasas de éxitos rápidos. Arriesgó creando y poniendo todo lo creado en manos de una criatura que había hecho a su imagen, sin más exigencia que la de guardarla y cultivarla. Volvió a apostar por la humanidad situándola junto a él en el paraíso para iniciar un camino de gozo y esperanza garantizada. Volvió a creer tras el fiasco que produjo el diluvio, renovando su confianza en Noé. Volvió a jugar con la promesa hecha Abrahán a cambio sólo de que estuviera dispuesto a moverse en la dirección que le indicara. Así hizo en la elección del pueblo para salvar a la humanidad, el más pequeño, y en la figura de Moisés para conducirlo hasta la tierra prometida. Hasta el mismo arca de la alianza queda sometida a estos vaivenes en las manos de las debilidades del pueblo, caminando con ellos y dejándose incluso robar en medio de aquel desierto de probabilidades de libertad. El Dios perdido y, a veces, olvidado por la seguridad del oro en la figura del becerro.
¿Qué nos falta?
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme». A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!». Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de Dios». Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?». Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo». Cfr. Marcos 10,17-30
Qué difícil lo tienen para creer
Nos encontrábamos en una comida familiar, la conversación de cierta profundidad entre los padres y los tres hijos. María la pequeña se había bautizado hacía poco con dieciocho años, sus hermanos José María y Manuel, lo habían hecho antes, también en edades universitarias. Sus padres, José María y Merche, habían celebrado el sacramento del matrimonio cuando cumplieron los veinticinco años de casados civilmente, porque cuando comenzaron su vida de esposos, ella no tenía vivencia de la fe. Habían hecho camino en comunidad cristiana sencilla dentro de la vida de un pueblo, en la parroquia, de un modo singular a como se estilaba en la mayoría de las parroquias. Pero intentaban formarse y tomar el evangelio con cierta seriedad en sus vidas personales, familiar y de trabajo, con opción y compromiso social en el mundo de la agricultura en Extremadura. Podíamos decir que nada se había hecho por rutina, ni por tradición impuesta. Todo pensado, discernido y querido.
En medio de la conversación, el padre hizo una afirmación que en principio no entendí. Dirigiéndose a los hijos me comentaba que tenían muy difícil llegar a ser creyentes, a una fe madura. Al requerirle que lo explicara lo hizo con bastante sencillez, lo tienen difícil porque son ricos. No se refería a una riqueza extraordinaria en lo económico, aunque estaban bien en ese momento – en otros no-, sino al sentido de la vida y de la cultura en la que estaban creciendo. Las posibilidades de tener todo lo que aspiraban, de adquirirlo con cierta facilidad, y la desconexión con las realidades del mundo que no tienen esas oportunidades.
La vivencia de montones de cosas, de consumos, de modos de vivir, sin Dios. La rapidez que te separa del fundamento. La debilidad en las relaciones y su carácter pasajero. La negación al sacrificio por los demás. La falta de aceptación del fracaso. Hacían José María y su esposa un análisis no condenatorio, pero sí analítico de lo que iban a ser dificultades para ellos a la hora de vivir su fe en Cristo. Ellos escuchaban e intervenían en la conversación.
Al día de hoy camino junto a sus hijos en un grupo de revisión de vida de jóvenes profesionales y más de una vez tenemos que recordar esta idea de fondo, de la dificultad para creer. Lo vemos a la hora de querer profundizar, formarnos, comprometernos, arriesgar, darnos… Desde el horario, la preparación, la implicación para mantener el mismo grupo, se nos hace difícil.
Por eso Dios lo exaltó
El antiguo testamento nos da cuenta de la singularidad de este Dios de Israel que no es como los demás dioses, su identidad es la cercanía, el riesgo y el compromiso, religándose a lo pequeño y apostando por los últimos. Esta clave de sencillez se hace evidente de un modo único en la kénosis divina –vaciamiento – en el hijo encarnado, Jesús de Nazaret.
Despojarse de su rango haciéndose uno de tantos, es entrar en un juego expuesto a vivir en la mayor vulnerabilidad. Se abrió a la apuesta del martirio, de una muerte en cruz que se convirtió en la enseña de los hombres libres que están dispuestos a morir en la confianza de la voluntad del Padre a favor de los hermanos.
El misterio de un Dios que nos enriquece con su pobreza, entregando a su hijo para que el mundo se salve. No hay referente más claro de la libertad adquirida en la entrega. La cruz, el mayor signo de libertad para los que aman. El que entiende la cruz se hace radicalmente libre y nadie le podrá quitar esa riqueza única.
La invitación de Jesucristo a seguirle no es una prueba de fortaleza para el que le sigue, no es una escalera del sufrimiento, es el abrazo que identifica con Cristo, en lo profundo de los sentimientos, al ir descubriendo que hay un modo de vivir muriendo que genera una vida nueva que nadie podrá quitar.
Poder elaborar proyectos de vida que tengan como horizonte el sentido del amor fraterno y la esperanza de una humanidad en justicia y en verdad, es lo más grande que nos puede aportar un bautismo verdadero. Entender toda la vida y sus dimensiones transformadas y configuradas por este sentido de don y gratuidad es llegar a la santidad, a lo realmente bueno, a vivir confiados en el Padre y sentirse hijos queridos suyos.
Lo grandioso de esta exaltación en Cristo para sus seguidores no está en la perfección que uno consigue por su fuerza, sino por el amor de El que todo lo puede en aquellos que abren a su compasión y su misericordia. Ahora es tiempo de gracia, por qué abandonarnos en un pan de muerte, cuando se nos está ofreciendo en el riesgo un pan de vida eterna. Ahí el misterio.