Extraido de "Trazos de evangeliio, trozos de vida" (PPC) ¿ (A) quién acoge (a) Dios? El mas pequeño en el centro. (XXV Domingo)
¿A quién acoge Dios?
El niño no controla medidas, tiene su propia medida que pasa fundamentalmente por el corazón rápido y fácil que se muestra tal como es sin tapujo alguno. Su padre le parece el mayor ser del mundo y se considera a sí mismo el más fuerte para vencer al monstruo y juega a hacerlo desaparecer, y cuando tiene miedo sale corriendo y se agarra fuertemente en un abrazo con su madre y le llega la calma. ¿Acaso no es así Dios, todo corazón que nos ve con la grandeza de su amor y nos distorsiona para contemplarnos tal como nos desea en el bien y en la gracia? Él se alegra como nadie con lo que ha creado, lo cuida y lo ordena cada día. Mira a su pequeño pueblo y a su padre Abrahán y lo sueña como el pueblo más grande que será la luz para todos los pueblos. No podía ser de otra manera su mirada sobre su Hijo amado en el que se complace.
| Jose Moreno Losada
25 de septiembre – Domingo, XXV TIEMPO ORDINARIO
¿ (A) Quién acoge a Jesús?
Y el sueño de Jesús acompañó el sueño del Padre sobre él, se descubrió a sí mismo como el que había sido enviado para acoger y dar la vida en el proyecto de una salvación que sólo es entendible desde la inocencia y la sencillez de los que aman, de los bienaventurados. La invitación evangélica va por el mismo camino: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. El niño "envuelto en pañales y acostado en un pesebre" es el salvador y el más grande... las cosas de Dios.
“…¿De qué discutíais por el camino?». Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos». Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como este en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado». (Cfr., Evangelio: Marcos 9,30-37)
Acoger a los niños y rezar con su credo
Vienen al despertar religioso con seis o siete años y están en grupos semanales tres cursos. Hago lo posible por pasar por todos los grupos todas las sesiones, para alegrarme con ellos, cantar canciones simbólicas, contarle alguna parábola al hilo del tema, o simplemente para rezar. Eso hace que me reconozcan como alguien que les pertenezco, me buscan, me abrazan, me cantan, me esperan, me cuentan, me regalan, me dibujan… y yo me renuevo. Por eso cuando llega el día de su celebración me siento tan tocado como ellos y me descubro siendo de ellos, sin juzgarlos y queriéndolos, con sus nombres, sus características propias, mirando sus ojos brillantes y nerviosos. Por eso gozo y si sufro es por aquello que les puede impedir sentir y vivir ese momento celebrativo de su comunión como ellos se merecen.
El gozo es compartido con todos los catequistas que participan en estos procesos catecumenales infantiles, más de veinte. Lo hacen con una vitalidad, creatividad, fidelidad, compromiso, entrega, que me llevan en volandas y les hacen sentir la alegría y la bondad del evangelio en medio de la comunidad parroquial.
En la celebración hay un momento que es especial, cuando ellos en torno al cirio pascual como gesto bautismal comparten con todos nosotros el credo que han ido elaborando con sus propias palabras al final de proceso educativo, ayudados por sus animadores:
“CREEMOS EN DIOS, que ha creado con Amor el mundo que nos rodea: el agua y la tierra, las plantas, los animales, el sol que nos alumbra cada día y las estrellas que iluminan nuestra noche. Él es un Padre generoso que nos ha regalado la vida. Él nos quiere y nos cuida desde el cielo con un amor inmenso.
CREEMOS EN JESÚS, Hijo de Dios, que murió por nosotros en la Cruz y resucitó para estar siempre a nuestro lado. Él está en nuestro corazón y nos enseña a perdonar y amar a los demás con un cariño infinito. Él nos enseña con su Palabra a ser felices y buenas personas.
CREEMOS EN EL ESPÍRITU SANTO, que vive en nosotros y nos ayuda, nos da fuerza y hace más grande nuestra fe cada día. Él siempre nos ayuda ser generosos y amables, y a cuidar a los demás con cariño.
CREEMOS EN LA IGLESIA, porque es mi otra familia, la que me acompaña y me hace crecer como amigo de Jesús. En la comunidad nosotros rezamos, escuchamos la Palabra de Dios y aprendemos a amarnos y cuidarnos como hermanos.
CREEMOS EN EL CIELO, en el que está nuestro Padre Dios, Jesús, la Virgen María y todas las personas queridas que ya fallecieron, que nos protegen y nos cuidan siempre. Allí nunca habrá guerras. Solamente habrá sonrisas, alegría, paz y tranquilidad y mucha felicidad. Amén.”
Un Dios niño y de los niños
La clave del don es la que define y manifiesta la esencia de lo divino en su relación con la historia. Él es el Dios de la historia que elige a su pueblo para llevar la salvación al hombre herido y caído, este salvador es el que ha creado por puro amor y generosidad extrema, su palabra se ha hecho fecunda, hace lo que dice, por eso su promesa es creíble: “vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios, seréis para mí como un hijo y yo seré un padre para vosotros”. Ahí está la clave de la historia no hay otra, el amor y la generosidad de lo divino que fundamenta lo más humano, lo más encarnado.
Dios por su riqueza amorosa se hace el más pobre de la historia en una señal determinante de su sencillez: “Esta es la señal, un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. El primero ahora es el último, pero en su pequeñez sigue siendo el fundamento de todo lo creado, el poder de la vida, el señor de la historia. Ahí está el milagro de la encarnación, el núcleo de la fe, la desnudez del absoluto en la nada del mundo y de la historia. No pude haber mayor amor en mayor pobreza. Nuestro Dios se hace divino en lo pequeño, en la vida oculta de Nazaret, y así se universaliza, amando a todas las criaturas con las que se religa eternamente, afectándose en todo lo creado, e identificándose para siempre con los más olvidados de la historia. Nada le podrá separar ya a Dios de los sencillos, nada ni nadie podrá separar a los pequeños del amor de Dios que se ha manifestado en el niño de María en Belén, Jesús de Nazaret. En el establo de Belén se gesta el mayor amor del mundo que se mostrará definitivamente en la madera de la cruz en el calvario, para hacerse gloria y resurrección definitiva, sellando la historia en un amor generoso engendrado en la mayor de las debilidades.
Y ahí te encontramos ahora Señor, en el mundo, en esta cultura de la liquidez sin horizonte, en la que se te desnuda hasta de nombre, donde ya no te conocen los niños, ni los jóvenes, donde te confunden los adultos y te lloran los abuelos. Tú sigues amando en una señal en pañales y acostada en la pobreza de este siglo, que llora porque no es humano, y no sabe que eso le ocurre porque ha perdido a su Dios y su infancia, un Dios que hoy encarna su gloria y su poder amoroso en la pobreza del olvido. Un Dios que prefiere a los niños y los pone de ejemplo en su mirada cándida ante la vida para buscar lo auténtico sin filtros. Ojalá sepamos convertirnos al Dios de los pequeños y volvamos al deseo maternal de la iglesia que acoge a los niños, sabiendo que ahí se gestará Cristo, el enviado del Padre, por la fuerza del Espíritu. Convertirnos a la fe de los procesos en lo callado y oculto de nuestras comunidades parroquiales, acogiendo a los pequeños como un verdadero tesoro y ejemplo de fe y credo.