Un encuentro en la fundación Aulas de Paz Oscar, su historia, y la mirada de Dios
Hace apenas unos días, en la Fundación Aulas de Paz, en Medellín, me encontré con Oscar, uno que en el pasado se hundió en la guerra y que, según el mismo, causó mucho dolor y mucha muerte. Les quiero hablar de él y esto porque en su historia puedo intuir cómo nos mira Dios.
La mirada de Dios no hace cuentas del pasado y se ahonda en el presente y lo que somos; nunca nos estrecha en nuestros límites, siempre nos posibilita en su amor; a sus ojos, todos, hasta los más caídos y tocando fondo de mal, podemos recomenzar.
| Jairo Alberto Franco Uribe
Hace apenas unos días, en la Fundación Aulas de Paz, en Medellín, me encontré con Oscar, uno que en el pasado se hundió en la guerra y que, según el mismo, causó mucho dolor y mucha muerte. Les quiero hablar de él y esto porque en su historia puedo intuir cómo nos mira Dios y qué pasa en nosotros cuando hacemos contacto visual con él y respondemos a su mirada con la nuestra. La mirada de Dios, recordémoslo brevemente, era tenida por Sartre y otros filósofos como una amenaza a la libertad, algo que nos cosifica y que reduce toda nuestra trascendencia. Creo que lo que nos contó Oscar puede ayudarnos a discernir este asunto y descubrir que reflejados en las pupilas de Dios es que encontramos precisamente nuestra grandeza.
Oscar nos dijo que había estado en un grupo violento y al margen de la ley por unos seis años. Llegó a ser un líder en su organización y por muchos días, antes y después de entregar su fusil, temía a la noche y era que no podía cerrar sus ojos sin que el horror de sus crímenes no pasará como una película en su mente turbada por la culpa. Oscar recuerda lo que le sucedió un poco antes de entregarse a la justicia y tomar un nuevo rumbo: había ordenado la muerte de un combatiente del bando enemigo caído en las garras de su ejército al margen de la ley; después del asesinato le trajeron la billetera del muerto y esculcándola sacó de ella una foto del que acababa de matar abrazando a una mujer y a dos niños; comprendió que había asesinado a un esposo, a un papá, y que había dejado una viuda y dos huérfanos y pensó en su propia esposa y sus hijos. En ese horror, y diría yo por pura gracia, encontró que su enemigo era tan humano como él, que amaba y tenía familia como él, y ese hallazgo de la humanidad del otro tuvo la fuerza para sacarlo de la guerra y hacerlo, como es hoy, un hombre que construye paz.
Una vez desmovilizado y ya en la cárcel, Oscar, que tenía el valor de hablar con sus víctimas y de aceptar su responsabilidad ante los jueces, no sabía como afrontar su verdad delante de sus hijos, a ellos les decía que estaba preso sólo porque había atropellado una persona y que una vez resuelto el asunto podría salir libre y volver a casa; pero, no hay nada oculto que no llegue a descubrirse y un día la verdad de Oscar se destapó a sus hijos; sucedió cuando al más pequeño de ellos, al que Oscar había dejado apenas nacido para irse a la guerra y que por tanto no conocía bien a su papá, en un diciembre, le regalaron una Tablet como traído del niño Dios, y a este, siguiendo a sus amiguitos, le dio por poner el nombre del papá en Google y ahí todo salió a la luz: el pequeño descubrió todo el pasado de su papá y supo que les había mentido; había llegado para Oscar el momento de darle la cara y el corazón a sus hijos y decirle al menor de ellos toda la verdad. Y Oscar, con mucho susto, habló con el niño y reconoció que sí, que había cometido muchos errores y que había matado a mucha gente. El hijo le preguntó si había matado niños y Oscar respondió que no, pero que sí había hecho daño a muchísimos de ellos, que había dejado hijos huérfanos y muchos bebés que no iban a conocer a su papá y a su mamá.
Y a este punto, llega el evangelio de esta historia: el niño de Oscar se quedó un momento en silencio y como pensando y en breve le contestó a su papá, - “Papá, no te preocupes, gracias a Dios te conozco ahora y no te conocí antes”. Oscar, refiriendo todo esto, interrumpió su relato y nos confesó - “ese día me perdoné a mí mismo”; sí, vio su dignidad reflejada en las pupilas de su hijo y, en esas, tuvo fuerza para cambiar y supo que podía volver a comenzar. La mirada del niño, para el que no contaba el pasado y los errores, sino el presente y el ahora, fue la que finalmente pudo rescatar a Oscar del horror y del sinsentido y darle la alegría y la fuerza. Ahora Oscar, gracias a esta mirada, puede confiar en la noche, cerrar sus ojos y dormir. Oyendo este testimonio, comprendí que Dios miró a Oscar con los ojos de su pequeño, y la mirada de Dios no hace cuentas del pasado y se ahonda en el presente y lo que somos; nunca nos estrecha en nuestros límites, siempre nos posibilita en su amor; a sus ojos, todos, hasta los más caídos y tocando fondo de mal, podemos recomenzar. Esa mirada de Dios, la de este niño a este papá, fue la misma que experimentó Pedro cuando, después de su traición, Jesús se fijó en él; la que acompañada de la misericordia del maestro sintió sobre sí la mujer sorprendida en adulterio; la que animó a Mateo a pararse de la mesa mezquina de los impuestos robados y saberse escogido y amado: una mirada que restaura y enciende la esperanza.
Creo que en esta Colombia que se resiste en sus odios, los creyentes tenemos que prestarle los ojos a Dios como el hijo de Oscar y con mirada limpia, darnos una nueva oportunidad y decirnos, sea cual sea el pasado, “te conozco ahora, vale lo que eres en el presente, todos podemos cambiar, también tú, también yo”. Orar es hacer contacto visual con Dios y el regalo de poder ver aquello de nosotros que el mal no puede tocar en el espejo sus ojos. Tener fe, en la situación de este país es, nada más y nada menos, mirar la realidad y a los otros, como Dios mira. Mirando como Dios podremos hallar la humanidad de todos y es esa humanidad, en la que Dios siempre está encarnado, la que tiene las claves de la salvación. Sí, la mirada de Dios, contrario a lo que pensaba Sartre, nos da libertad, recupera la esperanza, nos devuelve la dignidad.