Rezando salmos al revés en el conflicto armado colombiano Jairo Alberto Franco: "Antún y su comunidad, tal vez sin lugar y posibilidad de teologías, vivieron en carne propia la única eucaristía de la historia"
"Todos, ancianos, hombres, mujeres, jóvenes y niños corrieron a la iglesia, allí estaba Dios y allí se sentían seguros"
"No se puede ser sacerdote sin ser víctima, sin arriesgar la vida, sin dejarse tocar por la muerte"
En los relatos del conflicto armado colombiano, me he encontrado con el del padre Antún Ramos, sacerdote chocoano y párroco de Bojayá en los tiempos de la masacre que sufrió esta población, 2 de mayo de 2002, y en la que murieron 78 personas.
La población, a orillas del río y en medio de la selva, se vio atrapada en un combate entre grupos armados. Los violentos de un lado la tomaron como escudo y los del otro, terminaron haciéndola objetivo militar. Todos, ancianos, hombres, mujeres, jóvenes y niños corrieron a la iglesia, allí estaba Dios y allí se sentían seguros. Antún, en esas horas interminables de balaceras y agresión, se ocupaba de todos, daba fuerza y esperanza a todos, y según dice él mismo, le tocaba hacer como a Guido, el personaje de la película La Vita è bella de Roberto Benigni, el que, queriendo proteger la inocencia de su pequeño hijo, se esforzaba por sacarle partido a la tragedia y arrancarle motivos de esperanza al horror que vivían: así este párroco en medio de su gente asustada y al amparo de su templo, manteniendo el humor, la unidad de todos y la esperanza. También las religiosas misioneras agustinas, en gestos de admirable valentía y caridad, se la jugaron toda por la comunidad que servían.
Antún y su comunidad, tal vez sin lugar y posibilidad de teologías, vivieron en carne propia la única eucaristía de la historia, la de Cristo Jesús, la de su cuerpo entregado, la de su sangre derramada; allí, en esa iglesia rota, en ese altar detrás del cual los niños que se escondían del aturdimiento y de las balas quedaron masacrados, Cristo, que muere en todas las muertes, se hizo visible en las víctimas inocentes.
El crucifijo de Bojayá, esa imagen mutilada, ante la que es mejor “volver el rostro” (Isaías 53,3), es ahora para los cristianos de Colombia sacramento de la fe que profesamos. Antún, con su caridad pastoral y su entereza, haciendo lo que tenía que hacer, estarse con su gente y defenderlos hasta el final, es figura del mistagogo, del que nos introduce en los misterios de Dios, ayudándonos a caminar y a ver luz por esas cañadas oscuras de Colombia. Y al mencionar a Antún, no se puede dejar de recordar también a otro sacerdote, Jorge Luis Mazo, también párroco de Bojayá y quien, apenas unos pocos años atrás de la masacre, había sido asesinado por los violentos.
Sí, necesitamos estos sacerdotes, más humanos que ritualistas, que nos ayuden a elevar el cuerpo de todas las víctimas de nuestra violencia, de todos los que sufren, de todos los que han muerto, y que, pronunciando sobre ellos las palabras de la consagración, las mismas de Cristo que dice “esto es mi cuerpo entregado”, “esta es mi sangre derramada”, develen la verdad que esconden, la de que Dios mismo muere en ellos y resucita en ellos, como un día murió y resucitó en el crucificado Jesús. No se puede ser sacerdote sin ser víctima, sin arriesgar la vida, sin dejarse tocar por la muerte. Un sacerdote así, aunque suene extraño, pone al mundo todo en estado de resurrección. En el sacrificio de Jesús y en el de todos los inmolados, Dios no está en un supuesto cielo recibiendo satisfacción y gloria, Dios está muriendo en las víctimas y en ellas quiere ser adorado.
Al escuchar el testimonio de Antún, viene también a mi memoria Komitas, un personaje histórico de El libro de los susurros, de Varujan Vosganian, y que relata el genocidio armenio (todavía, después de un siglo, están los “expertos” de los gobiernos y las iglesias, discutiendo si fue genocidio o no).
Komitas es un sacerdote ortodoxo, que experimenta hasta lo más hondo el exterminio de su pueblo y que recorre con sus cristianos los caminos del horror. “Komitas, escribe el autor armenio, se mezclaba con la muchedumbre para tratar de aliviar, en la medida de lo posible, el sufrimiento y los exhortaba a conservar la confianza en Dios. Por la noche se quedaba sólo y murmuraba. Al principio sus compañeros de viaje creyeron que rezaba, pero no: hablaba a alguien, y si ese alguien era Dios, entonces las palabras, inusuales para un monje, parecían de reproche, una especie de salmos al revés”.
Sí, lo creo también, un sacerdote en Colombia, si quiere ser mistagogo y señalarnos la luz en medio de esta oscuridad, si quiere hacerse cargo de los muertos y reconocerlos como materia eucarística para la vida abundante, se verá no pocas veces rezando salmos al revés, y peleando con Dios. Creo que algo así experimentó el padre Antún Ramos. A él le pido perdón, estoy muy lejos de mi Colombia para conocerlo, sólo lo sigo en la red y he escuchado sus testimonios, y aún así, con una gran confianza, me he atrevido a hablar de él.