A propósito de la fiesta del Corpus Christi Aún tendría que haber luciérnagas
Visité, hace menos de un mes, en Bogotá, la exposición “Aun tendría que haber luciérnagas” del artista chileno Fernando Prats y hoy, festividad de Corpus Christi, la obra vuelve a mi recuerdo y meditación… Les cuento sobre esto.
La memoria que resuena en las voces de los que han perdido a sus seres queridos da significado a esas hostias; es una memoria quebrada de dolor, casi a punto de apagarse, y, tristemente, por el negacionismo, en peligro de extinción…como lo están también las luciérnagas, y de aquí el nombre de la obra.
¿Estamos yendo a almacenes píos de artículos religiosos a comprar la materia de la eucaristía que llevamos a nuestros altares fáciles y, mientras tanto, nos dejan indiferentes los cuerpos de tantos de los nuestros asesinados y desaparecidos?
¿Estamos yendo a almacenes píos de artículos religiosos a comprar la materia de la eucaristía que llevamos a nuestros altares fáciles y, mientras tanto, nos dejan indiferentes los cuerpos de tantos de los nuestros asesinados y desaparecidos?
| Jairo Alberto Franco Uribe
Visité, hace menos de un mes, en Bogotá, la exposición “Aun tendría que haber luciérnagas” del artista chileno Fernando Prats y hoy, festividad de Corpus Christi, la obra vuelve a mi recuerdo y meditación… Les cuento sobre esto.
Lo primero que uno se encuentra al entrar a la sala casi vacía es un montón de hostias en el suelo evidenciadas por una intensa luz; las preguntas llegan inevitables: ¿qué representan todas esas hostias? ¿qué dicen en su silencio? Se queda uno como pasmado y no sabe qué responderse. En esas, unas voces que están en el aire, casi imperceptibles, empujan a arrimar el oído a los parlantes y allí se descubre que lo que estamos “oyendo sin oír” son relatos de desaparición forzada contados por la gente de Buenaventura, ese puerto del Pacífico en el que se ha cebado la violencia de nuestro país.
Las hostias puestas en el suelo y los relatos que se oyen de los parlantes se van juntando misteriosamente y volviéndose una sola cosa; y es entonces que uno se da cuenta, sin que nadie se lo tenga que explicar, de que esas hostias significan a los desaparecidos, cuerpos negados que ya no están más y que el artista, que se hundió en el dolor y las historias de las víctimas, pone ahora en el foco de la atención… La memoria que resuena en las voces de los que han perdido a sus seres queridos da significado a esas hostias; es una memoria quebrada de dolor, casi a punto de apagarse, y, tristemente, por el negacionismo, en peligro de extinción…como lo están también las luciérnagas, y de aquí el nombre de la obra.
Para nosotros cristianos, que celebramos la eucaristía, esta exposición es un reclamo y deja muchos interrogantes: ¿por qué un artista, sin intención de prédica y de religión, llega a intuir que los cuerpos de los desaparecidos tienen que ver con las hostias que consagramos los cristianos, y por qué nosotros a duras penas hacemos esta relación? ¿Estamos yendo a almacenes píos de artículos religiosos a comprar la materia de la eucaristía que llevamos a nuestros altares fáciles y, mientras tanto, nos dejan indiferentes los cuerpos de tantos de los nuestros asesinados y desaparecidos? ¿Alzar la hostia consagrada y llevarla en custodias, no implica que también tendríamos que buscar estos cuerpos y sacarlos de las fosas y el olvido y confesar que son la carne de Dios? ¿no estamos “oyendo sin oír” los relatos que cuentan las víctimas y no tendríamos que arrimar el oído a los que sufren? ¿lo que celebramos es realmente la eucaristía, si lo que dicen las víctimas no nos valen como palabras de consagración?
Al escribir estas cosas, recuerdo algo que me contaron las Madres de la Candelaria; al principio, cuando apenas empezaban la búsqueda de los suyos desaparecidos, después de intentar hacer sus plantones en muchos lugares de Medellín y de ser expulsadas de todos ellos, encontraron por fin el atrio del templo de Nuestra Señora de la Candelaria y allí, gracias al párroco que les dio la bienvenida, empezaron a plantarse sin falta todos los viernes. Lo que me inquieta, ahora que medito en la obra de Fernando Prats, es que el buen sacerdote que les permitió pararse al frente del templo para reclamar a sus desaparecidos y hacerlos visibles, les pidió como condición que a la hora de la misa no interrumpieran los ritos y que se quedaran calladas; creo que este pedido fue y sigue siendo todavía hoy una oportunidad perdida: es en la hora de la misa que las madres tendrían que elevar los cuerpos negados de los desaparecidos, los que no pueden seguir como hostias dejadas en el suelo del olvido, y confesarlos como carne de Dios; es el momento, no para que ellas callen, sino para que suban al altar y darles la palabra y que sea el relato de ellas, al que la asamblea tendría que arrimar el oído, el que consagre la eucaristía; no podemos seguir celebrando en altares fáciles, dejar por un momento los cuerpos de los seres queridos buscados, que son materia de eucaristía, para celebrar sólo con hostias compradas. Si se pierde la memoria, amenazada de extinción como las luciérnagas, se acaba la eucaristía y quedará de ella sólo teatro.