Junio 9 de 1971-Junio 9 de 2021 Cincuenta años del martirio del sacerdote Héctor Gallego
Quiero recordar en esta nota al sacerdote Héctor Gallego, asesinado y desaparecido hace 50 años, un día como hoy, 9 de junio de 1971.
nacido en Salgar-Antioquia, se formó como sacerdote en el Seminario Mayor de Medellín, se fue como misionero, ya antes de su ordenación.
Era el año de 1967 y, después del Vaticano II, había inquietud en la Iglesia latinoamericana y se preparaba la Conferencia de Medellín, la de la opción por los pobres.
La policía lo sacó de su casa, se lo llevaron en un jeep, lo torturaron y lo expulsaron de la tierra de los vivos, nunca más apareció. Eran los tiempos del régimen de Omar Torrijos y Manuel Antonio Noriega era el encargado de la Guardia Nacional.
Sospecho que, debido a un déficit de Espíritu Santo, nuestra Iglesia colombiana, la parroquia de Salgar donde nació, el Seminario de Medellín donde se formó sacerdote, no puedan en esta fecha recordar.
Era el año de 1967 y, después del Vaticano II, había inquietud en la Iglesia latinoamericana y se preparaba la Conferencia de Medellín, la de la opción por los pobres.
La policía lo sacó de su casa, se lo llevaron en un jeep, lo torturaron y lo expulsaron de la tierra de los vivos, nunca más apareció. Eran los tiempos del régimen de Omar Torrijos y Manuel Antonio Noriega era el encargado de la Guardia Nacional.
Sospecho que, debido a un déficit de Espíritu Santo, nuestra Iglesia colombiana, la parroquia de Salgar donde nació, el Seminario de Medellín donde se formó sacerdote, no puedan en esta fecha recordar.
Sospecho que, debido a un déficit de Espíritu Santo, nuestra Iglesia colombiana, la parroquia de Salgar donde nació, el Seminario de Medellín donde se formó sacerdote, no puedan en esta fecha recordar.
| Jairo Alberto Franco Uribe
Quiero recordar en esta nota al sacerdote Héctor Gallego, asesinado y desaparecido hace 50 años, un día como hoy, 9 de junio de 1971, mientras servía a los más pobres de su parroquia de Santa Fe de Veraguas en Panamá. Su memoria es memoria de Cristo que ama hasta el extremo y da la vida para que todos la tengan abundante.
Héctor, que había nacido en Salgar-Antioquia y que terminaba sus estudios en el Seminario Mayor de Medellín, escuchó un día al entonces obispo de Veraguas, Marcos McGrath, hablando de la misión en Panamá, de los campesinos, de los pobres y de la necesidad de sacerdotes y misioneros. Héctor no lo dudó un instante y se ofreció a estrenar por allá su ministerio; era el año de 1967 y, después del Vaticano II, había inquietud en la Iglesia latinoamericana y ya muchos cristianos comprometidos, Héctor entre ellos, vivían su fe como opción preferencial por los pobres, la que sería marca decisiva de la conferencia de Medellín en 1968, la que daría carácter a la Iglesia de este continente y la que inspiraría la teología de la liberación.
Héctor llegó a Veraguas y allí se puso al lado de los pobres, vivía en sus casas, trabajaba hombro a hombro con ellos, era uno de ellos. Fue difícil al principio: los campesinos, tras años de despojo y explotación, habían perdido hasta la voz y no hablaban y, sin esperanza, aceptaban condiciones de miseria en las fincas de los terratenientes y poderosos, esos que ahora, aquí en Colombia y seguramente también en Panamá, se describen como “gente de bien”. Héctor tuvo mucho aguante, sabía que si quería que estos “ninguniados” empezaran a hablar, él tenía que callar, y así, en silencio esperaba sin afán la voz de los otros; y la paciencia fue trayendo el milagro, los campesinos tomaron poco a poco la palabra y se fueron organizando, montaron su propia cooperativa y la vida se volvió más digna, en las tiendas comunitarias la comida se multiplicaba para todos, la gente encontraba salud y no se moría tan fácil de cualquier cosa, los niños empezaron a ir a las escuelas y a aprender, con esfuerzo de muchos unidos se hicieron a tierras y las pudieron cultivar, y la alegría del evangelio se fue apoderando de todos.
Claro, los dueños de las tierras y los que se lucraban no veían bien tanta organización y tanto campesino hablando y valiéndose por sí mismo; y el gobierno empezó a recelar y a mirar de reojo a Héctor y sus cristianos y los tacharon de comunistas y enemigos del orden que ellos querían. Eran los tiempos del Régimen de Omar Torrijos y el militar Manuel Antonio Noruega se encargaba de la Guardia Nacional: entonces como hoy, en Panamá y en las otras naciones de este continente, la seguridad del estado era el ídolo que pedía víctimas sobre sus altares de muerte; fue así que Héctor sufrió el martirio: con trampas, la policía lo sacó de su casa, se lo llevaron en un jeep, lo torturaron y lo expulsaron de la tierra de los vivos; nunca más lo volvieron a ver y su nombre fue de los primeros en la lista sin fin de los desaparecidos de América Latina, vendrían después los tantos otros de las dictaduras de Argentina, de Chile, de Paraguay, de Nicaragua, del Salvador, y los de tantos otros países, y, por supuesto, los de esta Colombia que, aunque dice ser la democracia más estable de América Latina, tiene el récord nefasto de 120,000.
Héctor murió a los 33 años, los mismos que le calcularon a Jesús hasta su muerte, ahora, ya en la vida que no muere, tiene la plenitud de Cristo. Necesitamos estos santos de “memoria peligrosa” que incomodan y llegan muy difícilmente a los altares; y tal vez sea mejor que su nombre no aparezca mucho en el elenco de los que la oficialidad quiere canonizar y esto para que no lo aseguremos en ningún nicho y atrapado en novenas e incienso no pueda estarse donde siempre quiso, en las márgenes y periferias, caminando pobre entre los pobres. Sospecho que, debido a un déficit de Espíritu Santo, nuestra Iglesia colombiana, la parroquia de Salgar donde nació, el Seminario de Medellín donde se formó sacerdote, no puedan en esta fecha recordar ni celebrar a este hijo y a este alumno y que estas bodas de oro de su martirio pasen así, “sin dárseles nada”, sin más ni menos. Espero sí que lo recuerden en Panamá, seguramente sí lo van a hacer los pobres de las bienaventuranzas en Santa Fe de Veraguas. Un día Héctor dijo que, si desaparecía, no lo buscáramos, que siguiéramos la lucha.