| Jairo Alberto Franco Uribe
He volado algunas veces en parapente y eso es maravilloso. Para hacerlo uno se amarra a una inmensa lona y empieza a correr hacia el abismo; a medida que se corre, la lona detrás se va extendiendo, se eleva y se convierte en alas; casi siempre, al asomarse al vacío, uno quisiera echarse para atrás, pero no hay lugar ni tiempo para eso y toca saltar; en la caída, y como por milagro, las cuerdas que atan a la lona se tensionan y el viento acumulado en ella lo eleva a uno hacia lo alto y en esas se empieza a planear, a gozar el vértigo y la belleza. ¡Ah!, como uno no sabe mucho de esas cosas, pues se lanza con un piloto y él es quien en realidad hace las maniobras del vuelo; Jardín, mi pueblo, que ya es bonito visto abajo, se transfigura mirado desde lo alto.
Esa experiencia ha sido una de las que más me ha ayudado a intuir el misterio de la fe: la que no es otra cosa que amarrarse al Espíritu, dejar que lo pesado se vuelva alas y lanzarse al abismo con Jesús, piloto en las maniobras de confiar; renunciar a controlar y que el Padre sople y nos cuelgue en vértigo allá donde quiera su amor; en ese volar alto, Dios mira con nuestros ojos y, vistas por el mismísimo amor, todas las cosas se transfiguran y destapan para nosotros la belleza que las habita.