Mi bastón y mi amigo (I)


Con cariño a todas y todos los bastones que me sirvieron y sirven de apoyo en mi camino. También a los desconocidos


Soy consciente de que en los post, postales o artículos que fui enviando a Religión Digital hablo demasiado de mí mismo merecerme el calificativo de propios y extraños de ególatra. No me siento capaz de desentrañar las últimas motivaciones conscientes y subconscientes por las que me muevo, pero a nivel consciente, creo que me mueve el hecho de que, al no ser hombre dotado de capacidades para grandes y altas abstracciones, me tengo que quedar por aquí abajo en lo concreto y cercano; y se da el caso de que lo más cercano que tengo es a mí, a quién voy conociendo cada día un poco más.


En la medida en que mis vivencias y experiencias y las reflexiones a que puedan dar lugar puedan ser comunes o asimilables a las de otras personas, podrán tener acogida e interés estos retazos de vida. Por de pronto no me quejo. Pero, motivos de egolatría, no tengo ninguno, porque casi todo lo que soy me vino dado.

Y, como es de bien nacidos ser agradecidos, quisiera dejar constancia pública de mi gratitud a mi compañero de tantos caminos, mi bastón y eso, no porque el me lo exija, sino para no ser acusado de mal nacido; y así, de paso, expresar agradecimiento a todos los bastones que me ayudaron y me ayudan a sostenerme en pie y seguir caminando.
Me propongo hacerlo en dos artículos, porque en uno solo resultaría un poco extenso y empiezo haciendo un poco de memoria, no sé si histórica, pero procurando que tampoco sea histérica.




Allá por el año 1984, y van 32, sufrí un grave accidente de circulación que me obligó a permanecer hospitalizado durante tres meses, de los que setenta días estuve encamado sin poder levantarme. El problema principalmente se centraba en una grave fractura de pelvis y más concretamente, del acetábulo izquierdo que acoge la cabeza del fémur, a lo que se unió, como consecuencia de la laboriosa operación de esa bóveda, una paresia, -prima hermana de la parálisis- del nervio ciático.

Ya antes de dejar el hospital había empezado a moverme en silla de ruedas y, con mucha dificultad, en dos muletas. Cuando por fin, después de duras sesiones de rehabilitación y en contra de las previsiones de los facultativos que certificaban la necesidad de usar muletas el resto de mi vida, pude dejarlas y comenzar a moverme primero con dos bastones y luego con uno solo. Fue una interesante experiencia de recuperación y valoración de libertades que habitualmente pasan desapercibidas.

Con el bastón anduve varios meses, quizás algo más de quince, mientras seguía con la rehabilitación y llegué a manejarlo con gran soltura de manera que incluso era un apoyo en la conversación, pues me reforzaba la expresividad.

Mi bastón vino a ser, por tanto, como una parte de mí mismo. Diría algún entendido en la materia que lo había integrado en mi propia personalidad.


Cuando viajaba en mi coche él iba a mi lado en el asiento de delante, a no ser que me acompañase alguien. En cuyo caso, por educación, pasaba al asiento trasero o incluso a la bandeja posterior.

Después de acompañarme durante el día, cuando me acostaba, mi bastón permanecía de pie entre la cabecera de la cama y la mesilla de noche.

Un día, al levantarme por la mañana no lo encontré. ¡No estaba allí!. Desconcertado y vacilante tuve que ir solo al cuarto de baño del que me separaban unos siete metros. Siete de ida y siete de vuelta eran catorce y me parecía que nunca sería capaz de recorrerlos sin mi bastón. Apoyado en la pared pude hacerlo, pero me costó mucho trabajo.

A la vuelta miré si se escurriría para debajo de la cama, porque no encontraba ninguna explicación razonable a su desaparición. ¡Tampoco estaba debajo de la cama!




Nuestra casa es una casa de aldea con paredes de piedra pizarra, con planta baja y piso. Como todos dormíamos en el piso se me presentaba el dilema de bajar diez escalones que me miraban como diez enemigos, sin mi bastón. Ni siquiera había pasamanos al que agarrarse. Pensé en llamar para que me viniesen a ayudar, pero opté por ponerme a bajar apoyándome una vez más en las paredes de cada lado de las escaleras.

No podía explicarme como podría ser posible que la noche anterior dejase en el coche a mi inseparable bastón; pues borracho no venía, que gracias a Dios, nunca me emborraché con alcohol.

De la puerta de la casa al garaje hay unos cinco metros, o puede que seis. Como pude me fui acercando a la puerta, siempre contando con la ayuda de las paredes. Pero con la seguridad de que no podría recorrer sólo y de pie la distancia al garaje; sin embargo, me era tan absolutamente imprescindible mi bastón que estaba dispuesto a recuperarlo aunque tuviese que hacer el recorrido as gatas.

Me asomé a la puerta, y ya en ella, pensé en echar mano de una escoba, una fregona o algo semejante que me sirviese de sucedáneo del bastón. Pero, al dar media vuelta dieron mis ojos en él, que estaba muy tranquilo arrimado contra el batiente de la puerta por la parte de afuera.

Tengo que aclarar antes de seguir que, en medio de mi enorme incertidumbre, y repasando el recorrido que venía de hacer, experimentaba una sensación extraña: como de recuperar algo al mismo tiempo que perdía mucho. Era una confusa experiencia que no sé muy bien cómo expresar. Diría que notaba que volvía a ser un poco más yo mismo.

Nada más verlo le eché la mano ansioso, y no pude contener una queja cargada de amargura:

-¿Por qué me hiciste esto? ¡No te lo tenía merecido!

El tono reposado de su respuesta contrastaba mucho con el violento de mi pregunta. Dijo muy calmoso:

-Te lo hice porque te quiero bien.

Yo seguí apretándole con violencia la empuñadura como si pretendiese ahogarlo:

-¡Ya se nota, ya, lo bien que me quieres! ¿Qué sabes tú del miedo que pasé y el trabajo que me costó llegar hasta aquí?

Él no se inmutaba como si tuviese muy prevista mi reacción y muy madurado cuanto decía.

-Parece mentira que hables ahora así tú que tienes dicho cientos de veces, como yo mismo te lo escuché, que ser libres y romper las ataduras de las dependencias nunca se logra sin esfuerzo. Porque no me negarás que lo hiciste poniendo como ejemplo creo que a los israelitas que añoraban los ajos y cebollas de la esclavitud.




Todavía no lo había entendido del todo; pero, casi sin darme cuenta, iba relajándose la mano con la que momentos antes lo apretaba, al mismo ritmo que iban serenándose mis sentimientos. Él aprovechó para seguir diciendo:

-No sólo soy tu amigo, sino que además, te estoy muy agradecido. Gracias a ti pude cumplir la misión para la que vine a este mundo, mi vocación, como dirías tú. No olvido que me rescataste del paragüero de un escaparate por cuatrocientas cincuenta pesetas y me convertiste en útil al mismo tiempo que yo te ayudaba a sentirte menos inútil. Has de saber que tomar esta decisión de soltarte de mí me llevó mucho tiempo. Hace dos meses y medio que comencé a darle vueltas en la cabeza a cómo llevarla a cabo sin herirte más de lo imprescindible a ti ni sentir vacío yo.

- Discúlpame y si puedes, perdóname.

-Ya estás dis-culpado -siguió él- y, si no hay culpa, tampoco hay lugar al perdón. No temas que me separe definitivamente de ti. Nunca podría, porque durante mucho tiempo fuimos el uno para el otro; pero, si me dejara llevar por mi instinto de mantenernos atados por necesidad pretendiendo que siguieses dependiendo de mí el resto de tu vida, no sería un amigo fiable y verdadero, porque antepondría mi gusto a tu bien. ¿No ves como puedes volver a andar por ti solo?

Con cierto aire de resignación y de compasión por mi mismo le respondí:

-Solo del todo no se puede decir que anduviese. Me ayudaron las paredes. Nunca creería que las paredes fuesen útiles también para andar.

Ya en tono completamente distendido replicó:

-Debes de hacerte mirar, amigo, porque estás perdiendo facultades. Las paredes ya te ayudaron cuando comenzaste a andar solo por primera vez. ¡Qué fácil es perder la cuenta de las ayudas recibidas!

-Sí, me ayudaron como a todos, -dije yo-, pero tienes razón en que ya no me acordaba, o quizás, nunca me di cuenta. Lo peor es que entonces pasé de andar mal a andar bien y ahora paso de andar bien a andar mal. Ya estoy resignado a quedar cojo para siempre.
Sonriendo más abiertamente atajó:

- No te quejes que tú disfrutaste de 40 años para correr mientras que otros nunca pudieron andar
. Ahora que te sirva de consuelo pensar que sólo vas a andar distinto. No ves que si el cincuenta y uno por ciento de la población fuesen cojos, se diría que los que andan mal son los otros…

- Si, -completé-, a eso conducen estos tiempos de posmodernidades en que la objetividad se va difuminando, y en los que lo bueno y lo malo, lo ético y lo no ético, viene determinado por las estadísticas.
Humildemente reconoció:

-No sé que a tanto no llego…Ahora, si tienes que ir al coche, agárrate a mí y vamos.

De eso y algo más espero hablar en el próximo capítulo. Entre tanto, gracias por el tiempo que nos dedicaste, lector o lectora.

Para los que deseen leerlo en gallego

O meu bastón e meu amigo (I)


Con agarimo a todas e todos os bastóns que me serviron e serven de apoio no meu camiño. Tamén aos descoñecidos.


Son consciente de que nos post, postales ou artigos que fun enviando a Religión Digital falo demasiado de min mesmo
, o que pode merecerme o cualificativo de propios e estraños de ególatra. Non me considero capaz de desentrañar as últimas motivacións conscientes e subconsciente polas que me movo, pero a nivel consciente, creo que me move o feito de que, ao non ser home dotado de capacidades pra grandes e altas abstraccións, téñome que quedar por aquí abaixo no concreto e próximo; e dáse o caso de que o máis próximo que teño é a min mesmo, a quen vou coñecendo cada día un pouco máis.



Na medida en que as miñas vivencias e experiencias e as reflexións a que poidan dar lugar sexan comúns ou asimilables ás doutras persoas, poderán ter acollida e interese
estes anacos de vida. Motivos de egolatría, non teño ningún, porque case todo o que son veume dado.


E, como é de ben nacidos ser agradecidos, quixera deixar constancia pública da miña gratitude ao meu compañeiro de tantos camiños, o meu bastón e iso, non porque el mo esixa, senón pra non ser acusado de mal nacido; e así, de paso, expresar agradecemento a todos os bastóns que me axudaron e axudan a sosterme en pé e seguir camiñando.

Propóñome facelo en dous artigos, porque nun só resultaría un pouco extenso, e empezo facendo un pouco de memoria, non sei se histórica, pero procurando que tampouco sexa histérica.




Alá polo ano 1984, e van 32, sufrín un grave accidente de circulación que me obrigou a permanecer hospitalizado durante tres meses, dos que setenta días estiven encamado sen poder erguerme pra nada. O problema principalmente centrábase nunha grave fractura de pelvis e máis concretamente, do acetábulo esquerdo que acolle a cabeza do fémur, ao que se uniu, como consecuencia da laboriosa reconstrucción desa bóveda, unha paresia, -prima irmá da parálise- do nervio ciático.

Xa antes de deixar o hospital empezara a moverme en cadeira de rodas e, con moita dificultade, en dúas muletas. Cando por fin, despois de duras sesións de rehabilitación e en contra das previsións dos facultativos que certificaran a necesidade de usar muletas o resto da miña vida, puiden deixalas e comezar a moverme, primeiro con dous bastóns e logo con un só. Foi unha interesante experiencia de recuperación e valoración de liberdades que habitualmente pasan desapercibidas.

Co bastón andei varios meses, quizais algo máis de quince, mentres seguía coa rehabilitación, e cheguei a manexalo con gran soltura de maneira que ata era un apoio na conversación, pois reforzábame a expresividade. O meu bastón veu ser, xa que logo, como unha parte de min. Diría algún entendido na materia que o integrara na miña propia personalidade.

Cando viaxaba no meu coche el ía ao meu lado no asento de diante, a non ser que me acompañase alguén. Nese caso, por educación, pasaba ao asento traseiro ou á bandexa posterior.

Despois de acompañarme durante o día, cando me deitaba, o meu bastón permanecía de pé entre a cabeceira da cama e a mesiña de noite.



Un día, ao levantarme pola mañá non o atopei. Non estaba alí.
Desconcertado e vacilante tiven que ir só ao cuarto de baño do que me separaban uns sete metros. Sete de ida e sete de volta eran catorce e parecíame que nunca sería capaz de percorrelos sen o meu bastón. Apoiado na parede puiden facelo, pero custoume moito traballo.

Á volta mirei si esborrexería pra debaixo da cama, porque non atopaba ningunha explicación razoable á súa desaparición. Tampouco estaba debaixo da cama!



A nosa casa é unha casa de aldea con paredes de pedra pizarra, con planta baixa e piso. Todos durmiamos no piso, así que se me presentaba o dilema de baixar sen o meu bastón dez chanzos que me miraban coma dez inimigos. Nin sequera había pasamáns ao que agarrarse. Pensei en chamar pra que viñesen axudarme, pero optei por poñerme a baixar apoiándome unha vez máis nas paredes de cada lado das escaleiras.

Non podía explicarme como podería ser posible que a noite anterior deixase no coche ao meu inseparable bastón; pois bébedo non viña, que grazas a Deus, nunca me emborrachei con alcohol.

Da porta da casa ao garaxe hai uns cinco metros, ou poida que seis. Como puiden funme achegando á porta, sempre contando coa axuda das paredes. Pero coa seguridade de que non podería percorrer só e de pé a distancia ao garaxe; con todo, érame tan absolutamente imprescindible o meu bastón que estaba disposto a recuperalo aínda que tivese que facer o recorrido de gateñas.

Asomeime á porta, e xa nela, pensei en botar man dunha escoba, unha fregona ou algo semellante que me servise de sucedáneo do bastón. Pero, ao dar media volta deron os meus ollos nel, que estaba moi tranquilo arrimado contra o batente da porta pola parte de fóra.

Teño que aclarar antes de seguir que, no medio da miña enorme incerteza, e repasando o recorrido que viña de facer, experimentaba unha sensación estraña: como de recuperar algo ao mesmo tempo que perdía moito. Era unha confusa experiencia que non sei moi ben como expresar. Diría que notaba que volvía a ser un pouco máis eu mesmo.

Nada máis velo boteille a man ansioso, e non puiden conter unha queixa moi aceda:

-Por que me fixeches isto? ¡Non cho tiña merecido!


O son repousado da súa resposta contrastaba moito co violento da miña pregunta. Dixo moi calmoso:

-Fíxencho porque che quero ben.

Eu seguín apertándolle con violencia a empuñadura coma se pretendese esganalo:

-Xa se nota, xa, o ben que me queres! Que sabes ti do medo que pasei e o traballo que me custou chegar ata aquí?

El non se inmutaba coma se tivese moi prevista a miña reacción e moi madurado canto dicía.

-Parece mentira que fales agora así ti que tes dito centos de veces, como eu mesmo che escoitei, que ser libres e romper as atumes das dependencias nunca se logra sen esforzo. Porque non me negarás que o fixeches poñendo como exemplo creo que aos israelitas que tiñan saudade dos allos e cebolas da escravitude?




Aínda non o entendera de todo; pero, case sen darme conta, ía relaxándose a man coa que momentos antes o apertaba, ao mesmo ritmo que ían serenándose os meus sentimentos. El aproveitou pra seguir dicindo:

-Non só son o teu amigo, senón que ademais, estouche moi agradecido. Grazas a ti puiden cumprir a misión pra a que vin a este mundo, a miña vocación, como dirías ti. Non esquezo que me rescataches do paragüeiro dun escaparate por catrocentas cincuenta pesetas e convertíchesme en útil ao mesmo tempo que eu che axudaba a sentíreste menos inútil. Has de saber que tomar esta decisión de ceibarte de min levoume moito tempo. Hai dous meses e medio que comecei a darlle voltas na cabeza a como levala a cabo sen ferirte máis do imprescindible a ti nin sentirme máis baleiro eu.

- Descúlpame e se podes, perdóame -implorei

-Xa estás des-culpado, -seguiu el-, e se non hai culpa, tampouco hai lugar ao perdón. Non temas que me separe definitivamente de ti. Nunca podería, porque durante moito tempo fomos o un pra o outro; pero, se me deixase levar polo meu instinto de manternos atados por necesidade pretendendo que seguises dependendo de min o resto da túa vida, non sería un amigo fiable e verdadeiro, porque antepoñería o meu gusto ao teu ben. Non ves como podes volver a andar por ti só?

Con certo aire de resignación e de compaixón por min mesmo respondinlle:

-Só do todo non se pode dicir que andase. Axudáronme as paredes. Nunca crería que as paredes fosen útiles tamén pra andar.

Xa en son completamente distendido replicou:

-Debes de facerte mirar, amigo, porque estás perdendo facultades. As paredes xa che axudaron cando comezaches a andar só por primeira vez. Que doado é perder a conta das axudas recibidas!

-Si, axudáronme como a todos, -dixen eu-, pero tes razón en que xa non me acordaba, ou quizais, nunca me dei conta. O peor é que entón pasei de andar mal a andar ben e agora paso de andar ben a andar mal. Xa estou resignado a quedar coxo pra sempre.

Sorrindo máis abertamente atallou:

- Non te queixes que ti gozaches de 40 anos pra correr mentres que outros nunca puideron andar.
Agora que che sirva de consolo pensar que só vas andar distinto. Non ves que se o cincuenta e un por cento da poboación fosen coxos, diríase que os que andan mal son os outros?

- Si, -completei-, a iso conducen estes tempos de posmodernidades en que a obxectividade vaise esfumando por entre a brétema, e nos que o bo e o malo, o ético e o non ético, vén determinado polas estatísticas.

Humildemente recoñeceu:

-Non sei, que a tanto non chego. Agora, se tes que ir ao coche, agárrate ben a min e imos.

Diso e algo máis espero falar no próximo capítulo. Entre tanto, grazas polo tempo
que nos dedicaches, lector ou lectora.

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