Capítulo encantador de las vacaciones del misionero Celebrar en mis antiguas parroquias de Valencia y Santa Ana
En la homilía narro episodios de aquellas tierras, con la intención de agradecerles, “porque quiero que se sientan partícipes de lo que los misioneros hacemos (…). Hay muchas cosas que son posibles gracias a que ustedes nos apoyan”.
Al terminar la misa, una avalancha de personas vienen a la sacristía a saludar. Todos mee dijeron que me encontraban “muy bien”, me preguntaron por mis papás y me desearon buena misión. Me sentí muy querido, como siempre que voy a mis pueblos.
Un capítulo encantador de las vacaciones es visitar los pueblos en los que viví, compartí e intenté servir como párroco los años antes de mi salto al Perú. Este golpe no podré pasarme por algunos, porque los fines de semana no me dan para más, pero prometo que queda pendiente para la próxima ocasión.
Siempre invitaba a los misioneros a que llegaran a mis parroquias, para que nos contasen peripecias y nos animasen la fibra misionera, normalmente necesitada de músculo, y que por cierto percibo últimamente un poco más mustia todavía (pero esa es otra historia). Así vinieron Nemesio, Vicente, don Fernando Cintas o Ángel Maya; celebraban la misa, cenábamos en condiciones y se llevaban su buena colecta para sus proyectos.
Creo que por eso me gusta que eso mismo lo hagan conmigo, digo por dar ideas, jeje. Aunque a los claretianos que llevan media comarca Río Bodión-Zafra no les hizo falta esta sugerencia, porque con gran delicadeza me invitaron a presidir la Eucaristía del 12 de septiembre, día de la Virgen del Valle, patrona de Valencia del Ventoso, mi querido pueblo. Normalmente, si coinciden las fechas de las vacaciones (que yo suelo procurar que coincidan), siempre voy a la fiesta y concelebro, pero nunca había tenido la ocasión de presidir desde que me marché en 2006.
“Es un honor tener esta suerte de poder acompañarles en esta Eucaristía”, así veo en Facebook que empezó la homilía, y aseguro que lo decía sinceramente, “y más después de lo que hemos pasado”. La todavía vigente restricción de aforo hizo que la iglesia me pareciera un poco más vacía que otras veces, y tampoco pudo haber procesión, pero no lo había más feliz que yo.
Les hablé de mi misión en Indiana, de la Amazonía, les narré alguna anécdota de la lucha contra la COVID, de los concentradores de oxígeno que salvaron vidas; les expliqué en qué se está empleando el donativo que la hermandad de la Virgen del Valle nos entregó hace dos años (olvidé mencionar la rifa de la asociación Ardila, que nos ayudó muchísimo a hacer nuestro bote) y también les relaté la experiencia de los juguetes en Navidad.
Al terminar la misa, lo tradicional es que haya una avalancha de personas que vengan a la sacristía a saludar a los antiguos párrocos presentes, y se lleva uno un viaje de abrazos y besos. El otro día las expresiones de cariño tuvieron que ser algo más recatadas, virus mediante, pero me sentí muy querido, como siempre que voy a mi pueblo. ¡Gracias, Valencia!
Valle de Santa Ana también es mi pueblo; algo más chico y modesto, pero su significado en mi vida es gigante, les quiero entrañablemente y les debo mucho. Allí tengo que reconocer que casi me “autoinvité”, me comuniqué con su nuevo párroco, Nacho López-Navarrete, excelente sacerdote, que enseguida me brindó la presidencia de la misa del sábado siguiente.
De modo que allá me embroqué (como diría Pepa), a los pies de la patrona Nuestra Señora Santa Ana. Llegué unos minutos tarde, como buen peruano, y hallé la iglesia bonita y bastante llena, los rostros sonrientes detrás de la mascarilla. En la homilía también hubo episodios de aquellas tierras y, como en Valencia, con la intención de agradecerles, “porque quiero que se sientan partícipes de lo que los misioneros hacemos (…). Hay muchas cosas que son posibles gracias a que ustedes nos apoyan”.
Acá no había retransmisión pituca, y supongo que era medio raro escucharme hablar seseando como los de la Fuente del Maestre. El recuerdo de Manolo Calvino, que estuvo todo el rato sobrevolando, me salió al final por las palabras y por las lágrimas, y me quebró la voz. El zuguetazo de cariño que recibí poco después me ayudó a remontar; una por una, todas las personas me saludaron, me dijeron que me encontraban “muy bien”, me preguntaron por mis papás y me desearon buena misión.
La cosa continuó en el bar de Cristina tomando unas cosas con los amigos. Continuaron los saludos, me quedé impactado de lo que han crecido los muchachos de hace diez años, le di un beso a “la Bicha” desafiando las normas de seguridad y me pusieron al día de las últimas novedades, por cierto no todas agradables. El fresco de la una de la madrugada nos botó a casa y, aunque yo tiritaba un poco, mi corazón se fue a dormir bien abrigado por el afecto de mis queridos y entrañables pueblos. Seguro que me va a durar hasta las siguientes vacaciones.