El Corpus en octubre
Los pueblos de más tradición conservan el formato antiguo: cuando el cura iba una vez al año con ocasión de la fiesta patronal y ahí se quedaba varios días y hacía de todo: procesiones con todos los santos patronos, sacramentos (bautismos, matrimonios…), bendiciones de todo pelaje… y el Corpus. Y siempre vísperas más día central del santito de turno (misa con procesión).
Así fue, por ejemplo, el otro día en Michina. Es acabar la misa de vísperas y ahí mismo, en la puerta de la iglesia, la banda comienza a alegrar la noche y varia gente se anima a echarse unos bailes. Al rato, explota el castillo de fuegos de artificio y la música continúa en la plaza con la banda (es la retreta) o en un local cerrado con una orquesta (la fiesta social). Siempre el mismo esquema.
El día central del patrón que se trate comienza con el albazo, que equivale a nuestra “diana”: los últimos juerguistas, pasados de rosca, recorren las calles del pueblo con la banda y van despertando a los vecinos aporreando las puertas, cantando, gritando, etc. Yo no me explico cómo los músicos pueden aguantar tantísimas horas de pie machacando los tímpanos sin piedad.
Durante los días festivos llegan paisanos de Lima y de todo el Perú. Me recuerda a los meses de agosto en nuestros pueblos extremeños, cuando los emigrados regresan con motivo de las fiestas para ver a la familia y a los amigos de la infancia, convivir y avivar sus raíces. Hay todo un repertorio de tradiciones que ponen gesto y sabor a ese sentimiento, como hacer dulce de frejol y tortillas de almidón de yuca, con huevos, harina, vainilla, manteca…
Las plazas de armas se siembran de puestos de salchipapas, algodón dulce y vendedores ambulantes. La gente se pone sus mejores galas, y los que celebran bautizos se endeudan si es necesario para dar a sus invitados un buen caldo de gallina con su segundo y un brindis rico. Todo en Pindocucho, en Nueva Esperanza, en Omia o en Ramos sabe especial, todo con esta humildad simpática y cautivadora que le sale al peruano natural.
Velas y más velas flanquean las imágenes de los santos preparadas en sus anditas para la procesión: la Virgen del Rosario, San José, El Señor de los Milagros, el Cautivo, San Antonio, la Virgen de la Merced… Mucha gente acude a la misa mañanera, excusando a los resacosos que no se levantan o que no se acuestan todavía. Y siempre uno de los días es para el Señor Santísimo, o sea, el Corpus. Tengo que acordarme de preparar el viril porque ese día la procesión es con la custodia.
Se recorre nomás la plaza, en todo momento con la banda interpretando canciones de misa. En cada esquina hay un altar donde me arrodillo ante el Señor: “Sea infinitamente alabado” – rezo, “Mi Jesús sacramentado” – contesta la gente. No hace el calor de las doce de la mañana en el Valle, y la custodia, que es chiquita y de latón, no pesa como la de Santa Ana, pero yo me siento igualmente dichoso y en cada parada doy la bendición con cariño.
Luego me invitan a almorzar (¡cómo no!) con gran amabilidad, a veces en algún bautizo, y yo me dejo llevar por la capacidad de esta gente de dar y de agradecer, intentando que se me pegue algo de ese instinto y tratando de merecer ser “uno de los suyos”, aunque no sé si algún día lo lograré.
Renuncio a hacer sesudas reflexiones acerca de la religiosidad popular y sus riesgos y sus oportunidades. Aspiro solo a disfrutar de la experiencia de servir a este pueblo en la expresión tradicional de su fe, aprovechando para hablarles del Evangelio y aprendiendo de su espontaneidad y sencillez. Acá nada es muy solemne, el Cristo está adornado con farolillos que recuerdan a la feria de Sevilla y hay que apartar algún perro durante la procesión. Mientras el Pan sale de la iglesia en su custodia, recuerdo cuando entraba en el horno en la paleta de madera; las manos que consagraron no se diferencian de las que amasaron... Todo está conectado, todo es presencia de Dios pobre, en chanclas y sonriente.
César L. Caro