La familia Romero-Mendoza, después de cuatro años en en Vicariato, retorna a México Gracias, familia misionera
No se puede engendrar vida sin dar la propia. Los misioneros hemos de “morir” a nuestro país, despedirnos de nuestra familia, dejar nuestra cultura… Es de alguna manera, “morir”, cambiar, ser “otros”, vivir como vive la gente a la que servimos, encarnarnos. Ellos lo han hecho. Adriana como profesora, profesional respetada, Toño como chacrero, miembro de la APAFA y cocinero a turnos, sabio en medicina alternativa… Y sus hijos Obed, Raziel y Magdiel como alumnos, amigos, compañeros de juegos, criadores de perros y gatos… Unos vecinos más de Indiana.
Pero sobre todo, ellos han iluminado y han dado vida por su testimonio como familia; es posible ser una familia cristiana, es posible educar a los hijos como seguidores de Jesús, es posible incluso que Dios llame a una familia completa para ser misioneros, porque nos llama a todos.
La familia Romero-Mendoza, después de cuatro años en Indiana (ver "Una familia misionera", 12 de diciembre de 2017), ha retornado a México. Hemos compartido este último año viviendo en la casa misión, juntos en los sinsabores y sobresaltos de la pandemia. Esta es la homilía de su despedida, el domingo pasado.
Pocas frases encontramos en el evangelio tan desafiantes como estas palabras que recogen una convicción muy de Jesús: «Les aseguro, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto».
La idea de Jesús es clara. Con la vida sucede lo mismo que con el grano de trigo, que tiene que morir para liberar toda su energía y producir un día fruto. Si «no muere», se queda nomás sobre el piso. Por el contrario, si «muere» vuelve a levantarse trayendo consigo nuevos granos y nueva vida.
La vida misionera cumple esta lógica también: para dar vida es necesario «morir», como el palo de yuca. Reconocemos hoy y agradecemos que esta familia haya dado vida durante los cuatro años que ha pasado en Indiana. Ha dado vida y por tanto ha sido feliz.
§ No se puede engendrar vida sin dar la propia. No es posible ayudar a vivir si uno no está dispuesto a «desvivirse» por los demás. Los misioneros hemos de “morir” a nuestro país, despedirnos de nuestra familia, dejar nuestra cultura… Es de alguna manera, “morir”, cambiar, ser “otros” (aunque seamos las mismas personas), vivir como vive la gente a la que servimos, encarnarnos. Ellos lo han hecho. Adriana como profesora, profesional respetada, entusiasta, incansable… Toño como compañero, chacrero, miembro de la APAFA y cocinero a turnos, sabio en medicina alternativa, miembro del CODISEC… Y sus hijos Obed, Raziel y Magdiel como alumnos, amigos, compañeros de juegos, criadores de perros y gatos… Unos vecinos más de Indiana.
§ Todos morimos cuando para contribuir a un mundo más justo y humano, “perdemos” tiempo, nos complicamos la vida y no vamos solo “a lo nuestro”. “Morir” también significa asumir riesgos, incomprensiones y rechazos. Servir a los demás, especialmente a los que sufren, implica sufrimientos y renuncias.
§ Solo se puede dar vida muriendo. Como misioneros, esta familia ha dado vida. Como catequistas y animadores de la fe, en las visitas a las comunidades del Manatí (donde “el padre” Antonio es conocido), Yanayacu… Pero sobre todo, ellos han iluminado y han dado vida por su testimonio como familia; es posible ser una familia cristiana, es posible educar a los hijos como seguidores de Jesús, es posible incluso que Dios llame a una familia completa para ser misioneros, porque nos llama a todos.
§ Y todo esto, de manera “oculta”, discreta, como el grano que está en lo profundo de la tierra, estamos llamados a amar y servir con discreción, desde lo pequeño, sin vanidad, “sin que se note” ni “para que nos vean”, sin ser el centro.
Gracias familia por su entrega. Gracias, en particular de mi parte, por adoptarme durante este último año, por todos los momentos compartidos, por enseñarme a hacer tortillas y a comer tacos, por las sesiones de cine durante la pandemia, por los servicios del carpintero, el informático high line y el gallinero. Gracias por el mole, los chilaquiles, el mingao, las enfrijoladas y los partidos de baloncesto en la maloka. Gracias por las risas y la comprensión mutua. Gracias por todas las atenciones, por la delicadeza y por hacerme sentir en todo momento considerado y querido. Gracias, últimamente, por el chancapiedra. Nunca voy a olvidar la experiencia que hemos vivido.
El Vicariato, al que represento como vicario general, les da las gracias por tanto. Detrás de mí, todos los misioneros y las gentes de Indiana. Les vamos a extrañar. Les deseo que, en lo pequeño, su vida siga siendo fecunda y creativa, por los caminos por donde ahora Dios los quiera conducir. Déjense llevar y cuenten siempre con el Vicariato, con el pueblo de Indiana y con su equipo. Les queremos.
§ No se puede engendrar vida sin dar la propia. No es posible ayudar a vivir si uno no está dispuesto a «desvivirse» por los demás. Los misioneros hemos de “morir” a nuestro país, despedirnos de nuestra familia, dejar nuestra cultura… Es de alguna manera, “morir”, cambiar, ser “otros” (aunque seamos las mismas personas), vivir como vive la gente a la que servimos, encarnarnos. Ellos lo han hecho. Adriana como profesora, profesional respetada, entusiasta, incansable… Toño como compañero, chacrero, miembro de la APAFA y cocinero a turnos, sabio en medicina alternativa, miembro del CODISEC… Y sus hijos Obed, Raziel y Magdiel como alumnos, amigos, compañeros de juegos, criadores de perros y gatos… Unos vecinos más de Indiana.
§ Todos morimos cuando para contribuir a un mundo más justo y humano, “perdemos” tiempo, nos complicamos la vida y no vamos solo “a lo nuestro”. “Morir” también significa asumir riesgos, incomprensiones y rechazos. Servir a los demás, especialmente a los que sufren, implica sufrimientos y renuncias.
§ Solo se puede dar vida muriendo. Como misioneros, esta familia ha dado vida. Como catequistas y animadores de la fe, en las visitas a las comunidades del Manatí (donde “el padre” Antonio es conocido), Yanayacu… Pero sobre todo, ellos han iluminado y han dado vida por su testimonio como familia; es posible ser una familia cristiana, es posible educar a los hijos como seguidores de Jesús, es posible incluso que Dios llame a una familia completa para ser misioneros, porque nos llama a todos.
§ Y todo esto, de manera “oculta”, discreta, como el grano que está en lo profundo de la tierra, estamos llamados a amar y servir con discreción, desde lo pequeño, sin vanidad, “sin que se note” ni “para que nos vean”, sin ser el centro.
Gracias familia por su entrega. Gracias, en particular de mi parte, por adoptarme durante este último año, por todos los momentos compartidos, por enseñarme a hacer tortillas y a comer tacos, por las sesiones de cine durante la pandemia, por los servicios del carpintero, el informático high line y el gallinero. Gracias por el mole, los chilaquiles, el mingao, las enfrijoladas y los partidos de baloncesto en la maloka. Gracias por las risas y la comprensión mutua. Gracias por todas las atenciones, por la delicadeza y por hacerme sentir en todo momento considerado y querido. Gracias, últimamente, por el chancapiedra. Nunca voy a olvidar la experiencia que hemos vivido.
El Vicariato, al que represento como vicario general, les da las gracias por tanto. Detrás de mí, todos los misioneros y las gentes de Indiana. Les vamos a extrañar. Les deseo que, en lo pequeño, su vida siga siendo fecunda y creativa, por los caminos por donde ahora Dios los quiera conducir. Déjense llevar y cuenten siempre con el Vicariato, con el pueblo de Indiana y con su equipo. Les queremos.