"Sois una Iglesia viva y fecunda, pequeña y humilde, sierva del Señor y de los pobres" ¡No temas, Iglesia que buscas al crucificado!

"El anuncio de la resurrección de Cristo te devuelve, con la presencia del Señor, su palabra y sus gestos salvadores, su Espíritu y su paz"
"Cristo ha resucitado, y tú vuelves a ser la comunidad de sus discípulos, que escucha su palabra salvadora y realiza la obra de la salvación"
"Los pobres ven que Cristo ha resucitado porque ven que vosotros los amáis"
"Los pobres ven que Cristo ha resucitado porque ven que vosotros los amáis"
| Santiago Agrelo Arzobispo emérito de Tánger
Sobre nuestra vida de creyentes vuelve a brillar la luz de la Pascua anual, la “luz gozosa” que es Cristo resucitado. Es la Pascua del Señor, el día en que la comunidad de los discípulos de Jesús oye, dichas para ella, las palabras del ángel del Señor: “No temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, ha resucitado”.
No temas, Iglesia que buscas al crucificado:
Escuchando como discípula la palabra de Jesús, habías empezado a soñar un mundo nuevo, hermoso como la misericordia y el perdón, generoso como la hospitalidad y la solidaridad, abierto como el corazón de Dios, un mundo tan cercano a ti como lo estaba el Maestro que te hablaba y caminaba delante de ti.
Luego, en la tarde del viernes de su Pasión, tú que desde Galilea habías seguido de cerca a Jesús para servirle, y que ahora mirabas desde lejos mientras lo crucificaban, empezabas a sentir que se estaba alejando de ti todo lo que amabas. Te habían arrebatado a Jesús, lo habían apartado de ti, lo habían crucificado, y con él habían crucificado tu mundo, tus esperanzas, tus sueños.

Al atardecer de aquel viernes, la piedad humana bajó de la cruz el cuerpo de Jesús para enterrarlo, lo envolvió en una sábana limpia y lo puso en un sepulcro nuevo. Tú estabas allí, sentada frente al sepulcro, frente a lo único nuevo que te quedaba de todo lo nuevo que habías soñado.
Cuando, pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, fuiste a ver el sepulcro, intentabas sólo llenar tu soledad con el recuerdo de lo que allí habías visto que enterraban: Tu Jesús crucificado, su mundo, tu mundo desvanecido.
En aquel sepulcro, con el cuerpo de Jesús, habían quedado enterradas las bienaventuranzas, la buena noticia del Reino de Dios, la revelación de su justicia, el banquete mesiánico, el amor a los enemigos, el perdón de las ofensas, la fiesta por la moneda encontrada, por la oveja devuelta al redil, por el hijo que vuelve a los brazos de su padre. Tú vas a ver el sepulcro, pero el ángel del Señor sabe que tu corazón va buscando lo que has perdido, sabe que tú vas buscando a Jesús, sabe que tú vas a ver el sepulcro porque añoras el mundo de Jesús.
Entonces, para ti, pronunció el mensajero celeste aquellas palabras que, por ti misma, nunca hubieses podido imaginar: “No está aquí, ha resucitado”.
Sólo oíste decir que Jesús ha resucitado: todavía no le has visto, pero ya crees; y te alejas a toda prisa del sepulcro, con temor por la cercanía del ángel del Señor que se te revela, y con gozo porque su palabra te devuelve todo lo que amas.
El anuncio de la resurrección de Cristo te devuelve, con la presencia del Señor, su palabra y sus gestos salvadores, su Espíritu y su paz.
Jesús vuelve a tu vida, y tú vuelves a ser la Iglesia que escucha y se pone en camino para realizar lo que ha soñado, porque ahora, de nuevo, todo es posible.
Lo has oído: “No está aquí, ha resucitado”. Y en tu pecho, el eco del mensaje va repitiendo: Ha resucitado la dicha de los pobres, ha resucitado la justicia del Reino, el evangelio de la gracia, la fiesta de los pecadores.

El anuncio de la resurrección de Cristo, es también anuncio de tu resurrección, pues, en Cristo y con Cristo, Dios te ha llevado de la esclavitud a la libertad, de la tristeza a la alegría, del tiempo de luto al día de fiesta, de la oscuridad de tu noche al esplendor de su luz, de tu condición de sierva, sometida al pecado, a la condición de redimida, sometida a la justicia, liberada para la santidad.
Cristo ha resucitado, y tú vuelves a ser la comunidad de sus discípulos, que escucha su palabra salvadora y realiza la obra de la salvación.
No temas, pequeño rebaño:
En mi primera Pascua con vosotros, quiero acercarme, con respeto y gratitud, a vuestra vida: a vuestros proyectos y a vuestras preocupaciones, a vuestras esperanzas y a vuestros temores, a vuestras tareas y a vuestros cansancios.
Sois una Iglesia viva y fecunda, pequeña y humilde, sierva del Señor y de los pobres.
El Espíritu del Señor, con sabiduría y amor, os ha guiado al encuentro de Cristo, y os ha enseñado a verlo y a cuidarlo en sus pobres –que es nuestro modo de confesarle resucitado-.
Obedientes al Espíritu del Señor, visitáis a Cristo, prisionero en la cárcel, enfermo en el hospital; acogéis a Cristo, mujer abandonada, madre soltera, clandestino sin derechos, emigrante sin recursos, niño sordomudo, niño de la calle, disminuido psíquico, discapacitado profundo; ayudáis a Cristo, dándole conocimientos y pan, promoción y estima de su dignidad; hacéis presente a Cristo en un mundo que está llamado a conocerle y amarle, a reconocerle y confesarle; lo hacéis presente con vuestra contemplación, con vuestra oración comunitaria, con vuestra oración personal, con vuestras manos, con vuestra mente, con vuestra ternura, con todo vuestro ser.
Los pobres ven que Cristo ha resucitado porque ven que vosotros los amáis.
Al mismo tiempo, yo sé que experimentáis la desazón de la incertidumbre: Somos pocos y no tenemos motivos para pensar razonablemente que mañana seremos más numerosos; trabajamos, y nuestro trabajo no parece que vaya a tener la recompensa de las vocaciones consagradas que se multiplican, ni de las comunidades parroquiales que ven aumentar el número de los elegidos; los años se nos vienen encima, y no los percibimos como el tiempo esperado y sereno del relevo, sino más bien como el tiempo inquietante y temido en que la casa se derrumba y la vida parece llegar a su fin. Deja, Iglesia cuerpo de Cristo, deja que resuenen en tu interior las palabras del ángel de la resurrección: “No temáis, ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, ha resucitado”.

El Señor está contigo, con la pequeña comunidad de sus discípulos, y puedes ahora recordar las palabras con que te habló al corazón, mientras subíais a Jerusalén. Allí, él iba a consumar su éxodo de este mundo al Padre; allí, sus discípulos habían de experimentar un agobio hasta entonces desconocido para ellos, una angustia como la que tú sientes hoy. Entonces Jesús dijo: “No andéis agobiados por la vida… No os angustiéis… No temas, pequeño rebaño”.
Al oírlo, el corazón se te estremeció por la ternura que envolvía las palabras de tu Salvador. No temas, te dijo, porque Dios es Padre para ti, él te enseña a caminar y cuida de ti, él te atrae con cuerdas humanas, con lazos de amor. No temas, pues en tu pequeñez se manifiesta la infinita grandeza de Dios, en tu debilidad, la infinita fortaleza de Dios: Él ha escogido lo débil del mundo, para confundir lo fuerte; él ha escogido lo que no es, para reducir a la nada lo que es.
Escúchalo y aprende a no temer, no porque vayas a dejar de ser pequeña y pobre y débil, sino porque te auxilia tu Redentor, porque tu Padre cuida de ti, porque tu Padre te ha confiado su Reino, te ha confiado su Hijo, te ha confiado sus pobres.
Hoy Cristo ha resucitado, hoy hemos resucitado con Cristo, hoy ha resucitado la dicha para los pobres. Hoy, por Cristo y también por los pobres, por su vida y también por la nuestra, cantamos un himno de alabanza a nuestro Dios, un Aleluya que se prolongará en la eternidad. ¡Feliz Pascua, a todos los resucitados en Cristo!
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