En la despedida del vicario apostólico de Requena, en la Amazonía peruana Hermano Juan
Un hombre humilde, de abajo, que está con el pueblo, que pertenece a la gente. Un franciscano genuinamente pobre y coherente; un misionero al que hace dieciocho años sobresaltaron proponiéndole ir a un rincón de la Amazonía para ser obispo.
No sé si lo de obispo era para él, al menos no con esa connotación de poder y grandeza que tiene adosada inevitablemente. Pero si se trata de acompañar al pueblo con la cercanía del Buen Pastor; si consiste en escuchar más que hablar, en compartir y no tanto dar, en caminar manchándote los pies con el mismo barro que tus hermanos, entonces pienso que Juan ha sido y es un excelente sucesor de Jesús.
“Yo te acerco” – me dice él. “Puedo ir caminando” – objeto, pero ya está sacando la Honda Wave 110 a la vereda de la plaza, y comprendo que es inútil resistirse, yo también he sucumbido al agrado discreto y eficaz de este hombre, que me ganó en una mera llamada telefónica, sin verlo siquiera. Me subo y pienso cuándo será la próxima vez que un obispo me lleve de paquete en la moto.
Había confirmaciones en Islandia y necesitaba el dato de la partida de una joven bautizada en Requena, de modo que llamé a un número que aparece en la página web de ese vicariato. Me contestó una voz masculina -alguien de secretaría, pensé- y me emplazó a la tarde para darle tiempo a buscar. “Sí, acá está, Iris… bautizada el… y además veo que la bauticé yo, Juan Oliver”. “???????????😲. ¿Es usted el obispo? Disculpe monseñor, no le había reconocido…”. “No me llames monseñor”.
Y es que nadie le llama así, es simplemente el hermano Juan. Mientras conduce, mucha gente le saluda; es una constante que me maravillará los dos días que pasaré en Requena. Atraviesa un motocar y las voces de un par de niños se balancean a coro: “¡hermano Juaaaan!”. Estrecha manos por acá, abraza por allá; va vestido con sandalias, un polo no tan nuevo y shorts; no tiene apariencia de obispo en modo alguno. Sonríe generosamente.
Alguien me contó otra anécdota deliciosa. A una parroquia de Lima tenía que llegar el obispo de Requena. Un acólito va a decir al párroco que “hay un señor en la sacristía, ya le he dicho que Cáritas atiende los martes y jueves, pero insiste en verlo a usted”. El cura acude extrañado y ¿a quién encuentra? Sí, lo han adivinado: al hermano Juan. Jaja. Este hombre rompe los esquemas de más de uno, por descontado.
Antes de esta visita a Requena solo había conversado con Juan en directo una vez, una noche cenando en Punchana, él de camino hacia su misión pocas semanas después de que se conociera la noticia de su renuncia y el nombramiento de su sucesor. Necesitaba descargarse y me habló mucho, a corazón abierto, no sé por qué suscité esa confianza y hasta hoy continúa, lo cual me abruma un poco.
En el trasfondo de su narración descubrí a un misionero. Un hombre humilde, de abajo, que está con el pueblo, que pertenece a la gente. Un franciscano genuinamente pobre y coherente; un misionero al que hace dieciocho años sobresaltaron proponiéndole ir a un rincón de la Amazonía para ser obispo. Y él aceptó estoy seguro que por amor a la Iglesia y para seguir al lado de los más pequeños.
No sé si lo de obispo era para él, al menos no con esa connotación de poder y grandeza que tiene adosada inevitablemente. En su estilo de vivir, de organizar, de gestionar se manifiesta su personalidad característica, y por supuesto que muchas cosas podrían haberse manejado de manera diferente. Pero si se trata de acompañar al pueblo con la cercanía del Buen Pastor; si consiste en escuchar más que hablar, en compartir y no tanto dar, en caminar manchándote los pies con el mismo barro que tus hermanos, entonces pienso que Juan ha sido y es un excelente sucesor de Jesús.
El día de su despedida y correspondiente toma de posesión (vaya palabro) trajo escenas muy emotivas. Cuando llegó el momento del saludo al nuevo obispo, subían al presbiterio las autoridades, las religiosas, todos cumplimentaban y bajaban; pero cuando subieron laicos, personas de a pie, mamás con niños, saludaban al obispo y de ahí pasaban a abrazar a Juan antes de regresar a sus lugares. Al final de la misa no le dejaban alcanzar la sacristía, lo vi rodeado por una nube de fieles, tocado con su mitra y sin duda tocado en su corazón.
Durante toda la jornada, Juan recibió numerosas muestras de cariño y reconocimiento. Le van a recordar siempre por estar ahí a la mano, por su invencible sencillez y su solidaridad con los más vulnerables. Varios discursos destacaron que jugó un papel clave en la gestión de la pandemia en Requena, posibilitando la llegada de ayudas que salvaron vidas. Una señora declaró que “ha sido verdaderamente un hermano menor”.
Cuando le tocó decir una palabra, manifestó: “Me voy porque les quiero”. No creo que lo comprendan, pero sé que lo respetan. Porque el respeto es padre e hijo del amor, y se conquista con entrega, paciencia y bondad. Gracias hermano Juan por tu silenciosa cátedra de Evangelio.