Una corrupción mucho más grave que la económica, una profunda herida social en Perú Hostigamiento sexual naturalizado
Hombre de entre 30 y 55 años, muchas veces con mujer e hijos, y que ostenta una posición de poder o autoridad, hostiga a una adolescente o joven con el objetivo de tener relaciones sexuales. La sangre me hierve con más virulencia cuando se trata de profesores. Les envían whatsapps a las chicas (algunos los he visto), les piden “ser amigos”, las invitan a salir, a comer algo; les pasan el brazo por el hombro o les tocan la rodilla, la espalda, el pelo; les dan plata, les ofrecen comprarles un celular…
Como cuando te das un golpe y de pronto todos los siguientes van al mismo sitio, así llevo una temporada escuchando relatos que me hacen transitar del estupor al asco y de ahí a la indignación. Pocas veces he sentido tan perentorio el impulso de partirle la cara a alguno, si se me acepta la chabacana expresión.
La historia admite escasas variantes: un varón de mediana edad se acerca repetidamente a una chica joven con comportamientos insinuantes que permiten interpretar que quiere algo con ella. Aumentemos el zoom: hombre de entre 30 y 55 años, muchas veces con mujer e hijos, y que ostenta una posición de poder o autoridad, hostiga a una adolescente o joven con el objetivo de tener relaciones sexuales. Para que quede claro.
La sangre me hierve con más virulencia cuando se trata de profesores. Les envían whatsapps a las chicas (algunos los he visto), les piden “ser amigos”, las invitan a salir, a comer algo; les pasan el brazo por el hombro o les tocan la rodilla, la espalda, el pelo; les dan plata, les ofrecen comprarles un celular… A una el profe incluso le propuso que se fueran a Nauta, que es el picadero por excelencia en lenguaje loretano coloquial.
Las jóvenes tienen catorce, quince, dieciséis años, son alumnas, y siempre las notas actúan como chantaje. Es repulsivo. Me contaron cómo en un colegio el maestro le daba dinero a la mamá, y así se aseguraba su silencio, una ayudita para traer el arroz a la casa y de paso un 17 para su niña. Pero las noticias más repugnantes me llegan de la universidad: profesores que prácticamente “venden” el aprobado a las alumnas; eligen a las que más les gustan, las citan a solas en clase o en su oficina, las presionan suciamente. Y peor en cursos que son “llave” y que dan acceso a otros posteriores.
Hay un par de consideraciones que añadir para completar el cuadro. Una es el estereotipo de las loretanas como “ofrecidas”, mujeres fáciles o pishpirillas. Recuerdo que, en cuanto dije en Mendoza que me venía para la selva, varias señoras me advirtieron de que “cuidado padrecito, porque allí todas van con tirantes y short…” 😨. Asu. Creo que tiene que ver con el carácter desenfadado y comunicativo, con la manera de vestir a causa del calor, la forma de vida en la calle. Es un mito, pero hace poco un compañero me contó cómo una mamá le insistía para darle clases de matemáticas a su hija colegiala: - “Yo soy de letras señora, no sé nada de eso”; – “Bueno padrecito, pues téngala ahí en la casa con usted para que le haga compañía…”. Blanco y en botella, leche.
El otro aspecto tiene que ver con el silencio y la impunidad. Las actitudes ambiguas son tan explícitas que las muchachas no saben qué hacer. ¿A quién van a acudir con algo así? ¿Cómo van a creerme si cuento que mi profe se propasa, me llama “linda”, se las arregla para que nos quedemos solos, me llena el celular de mensajes? Los rijosos se aprovechan de esa losa de sigilo, vergüenza e impotencia que favorece a los abusadores, incluso dentro de las propias familias.
Es realmente nauseabundo; una corrupción mucho más grave que la económica, y está igual de naturalizada en el Perú. Lo mismo que aquel eslogan “El alcalde roba pero hace obras”, cualquier día nos encontramos escrito en alguna pared “El profe acosa a las alumnas pero enseña bien inglés”. ¿Qué habrá en la cabeza de estos individuos para que se comporten así? Probablemente nada más que porquería.
Toparme con esta infección me coincide con la tarea de armar códigos de creación de ambientes sanos y seguros, y protocolos de protección de menores en el Vicariato. Nos lo pide la Iglesia y nos lo exige a gritos la realidad: debe haber instrumentos que permitan a las adolescentes defenderse, denunciar y salir de la pesadilla. Hay que reflexionar, concebir el material e informar a todos: niños, jóvenes y adultos.
Un problema muy profundo, contra el que debemos luchar por tierra, mar y aire, y empezando por la escuela, porque la clave es, por supuesto, la prevención (en el Vicariato tenemos cuatro colegios en convenio con el Estado). Aprieto los puños de rabia, casi no puedo escribir, pero nadie nos va a detener hasta que acabemos con esta herida social. Ya pueden ir temblando esos cochinos mañosos (“mañoso” en Perú no es “manitas”, sino un baboso que toquetea a las mujeres).
Etiquetas