Este país necesita una esperanza firme, una luz grande, una promesa. Calma, encuentro, diálogo, paz. Pero ante todo justicia Navidad en Perú, herida palpitante
Un país en llamas, descompuesto, espantado, pero sobre todo pesaroso y agotado. Cansado de la impunidad de sus políticos, de las mentiras, del imperio de los intereses particulares, de la arbitrariedad y el pelotazo. El Perú necesita una esperanza firme, una luz grande, una promesa. Este país no es estéril, el amanecer está en sus hombres y mujeres, ciertamente capaces de forjar un provenir mejor.
El bebé no sabe hablar, pero es la más elocuente Palabra que Dios grita, y hoy más que nunca, en esta tierra: calma, escucha, diálogo; pero también conciencia, integridad, veracidad; comprensión, encuentro, paz. Pero ante todo justicia.
Toca festejar, y yo lo haré hoy, como los últimos años, en Estrecho, en el río Putumayo; límite de un país en llamas, descompuesto, espantado, pero sobre todo pesaroso y agotado. Cansado de la impunidad de sus políticos, de las mentiras, del imperio de los intereses particulares, de la arbitrariedad y el pelotazo. Un Perú atribulado porque no logra ver luces de esperanza mientras coloca la iluminación de Navidad.
La pandemia dejó exhausta a esta sociedad débil, económicamente precaria, donde más del 30% de peruanos sale cada mañana a buscar las papas de hoy chapoteando en el lodo de la pobreza. Las elecciones del Bicentenario auparon a la presidencia a Pedro Castillo, en quien muchos quisieron -quisimos- ver una expectativa de cambio, un posible revulsivo que colocara en el foco a los humildes de la sierra y la selva frente al dominio secular de “los dueños del Perú”.
Año y medio de despropósitos, zancadillas, errores de bulto, corrupción, acoso y derribo por parte de aquellos que siempre habían gobernado, carrusel sin fin de nombramientos y ceses de ministros… Polarización agobiante, medios de comunicación asombrosamente (o no tanto, pues quien paga manda) agresivos contra el presidente desde su primer día, presión insoportable… hasta que todo reventó el día 7.
Tal vez nunca sepamos toda la verdad, pero creo que el hombre se descontroló, en los últimos tiempos se había quitado su sombrero y trató de huir hacia adelante a la desesperada, sus manos temblorosas en la pantalla, intentó una jugada a todo o nada y no le salió. Y ahí se desbordaron la insatisfacción, la frustración, la rabia, el dolor por la miseria y la inseguridad, el miedo al futuro. La angustia de “los de abajo” estalló como furia arrasadora.
Carreteras cortadas con piedras o neumáticos ardiendo; violencia en las calles; el Congreso demora en acordar un adelanto electoral (no quieren perder sus sueldos de 20.000 al mes), manifestaciones, el clamor de “¡que se vayan todos!”; disturbios, saqueos; enfrentamientos entre distintos bandos; excesos de las fuerzas del orden; ciudades enteras desabastecidas de alimentos; violaciones claras de los derechos humanos; inmovilización social obligatoria decretada por el gobierno; sedes de empresas y organismos públicos incendiadas; cristales rotos; aeropuertos cerrados.
Muerte. A día de hoy, veintitantos fallecidos. Eso siempre reina, por desgracia. La injusticia y la pobreza son la muerte prematura del pueblo menudo, como dice Gustavo Gutiérrez. Agonía lenta pero fiera e implacable, como un cáncer agazapado que de pronto da la cara sin piedad, cancelando cualquier brote de futuro. Esas vidas cercenadas son un trasunto de lo que el país sufre hace décadas, siempre.
Y así, en plena metástasis de desconsuelo, llega la Navidad. Solo un pesebre, un cajón de paja donde comen los animales, para el recién nacido. Dios en medio de un trauma, indefenso ante la magnitud de esta herida social abierta y palpitante, desvalido junto a la sangre inútil de los inocentes, que anticipa la suya propia.
El bebé no sabe hablar, pero es la más elocuente Palabra que Dios grita, y hoy más que nunca, en esta tierra: calma, escucha, diálogo; pero también conciencia, integridad, veracidad; comprensión, encuentro, paz. Pero ante todo justicia, porque “no hay paz sin justicia” (Juan Pablo II), y “la justicia y la paz se besan” (Salmo 85, 10). Indignémonos, protestemos fuerte y pidamos que este sistema que supura sea volteado, reclamemos con razón nuevas elecciones e incluso reformas constitucionales… pero hagámoslo con misericordia y sin violencia, con la brújula de la ternura y la estrella de la pazmarcando el horizonte.
Como aquel pueblo, el Perú necesita una esperanza firme, una luz grande, una promesa. Este país no es estéril, el amanecer está en sus hombres y mujeres, ciertamente capaces de forjar un provenir mejor. Dentro de ellos, de sus hermosas culturas, de su historia milenaria, de su dolor y su grandeza, se manifiesta hoy, esta noche, el Niño que nos muestra el camino, que nos enseña a vivir como auténticos seres humanos. Feliz Navidad.