Casa Hogar "Corazón de Jesús" en Lima (Perú) Pobreza dulce en Villa El Salvador
Las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús viven con los niños, injertadas a su cotidianidad y a sus dramas, conectadas con sus emociones, juntos, como una familia. Todo el día los tienen encima, son como sus mamás, derrochan paciencia, ternura y suavidad.
Juntar pobrezas es muy saludable: atrae a la Providencia, el cariño sube como un keke en el horno y las sonrisas se transfiguran en radiaciones de felicidad. No sabía lo que me iba a encontrar cuando acepté la invitación de las Hermanas de la Caridad del Sagrado Corazón de Jesús, en concreto de Evelyn y Yubet Rocío; lo que saboreé rompió mis esquemas para mucho mejor.
Estaba en la puerta principal de la Casa Hogar “Corazón de Jesús”, en una esquina de esas calles que trazan Villa el Salvador como un damero dudosamente adornado con infaltables montones de basura multicolor y supongo que multiolor. Pero no me parecía que esa entrada estuviese operativa, ¿me habré equivocado? “Nooo” - me dice Evelyn al teléfono, “es en el costado, a la vueltita”.
Y sí, se ingresa por una trasera, e inmediatamente te ves en un espacio grande, un comedor-cocina con mesas, al fondo una pista de gras coquetamente protegida por una malla a modo de toldo. Están las ollas en ebullición, pero me reciben manos y abrazos de niños y niñas de edades variadas, mezclados con los saludos y presentaciones de las religiosas. Porque así es en esta casa, donde todos - chicos y grandes, los ocho trabajadores y los voluntarios, los operarios que reparan el tejado, visitantes, hermanas y profesionales - viven entreverados.
La comunidad me ha invitado a almorzar y “compartir tranquilamente contigo”, y claro, yo esperaba que vamos a ir a su comedor; pero no hay otro comedor que este, y es el mismo para todos (y la misma comida, claro). De hecho, ahí nos servimos, y a la vez almuerzan los trabajadores acá al costado y un grupo de críos en otra mesa, pero me parece que al tiempo alguno hace tareas.
Con la ración de arroz, papas y carne res por delante, vamos conversando. Mientras, unos llegan, otros pasan; un crío viene saltando, y nos saludamos, una jovencita con sus audífonos, otra niña besa a una de las hermanas. Son menores que el Estado envía a la Casa Hogar después de haber retirado, al menos temporalmente, la custodia a sus papás. Por tanto, pequeños que escapan de situaciones familiares traumáticas, y sin duda atrapados por heridas emocionales sangrantes.
“Pero las autoridades no nos dan ninguna ayuda”. Y no se explican cómo a veces pueden salir adelante. Sus relatos me recuerdan a vidas de santos leídas hace décadas: “justo el día antes que había que cancelar el recibo, llegó un donativo… como un milagro”. Y cuentan con amigos, personas voluntarias que se dejan la piel por estos chicos; sin ellas no sería posible este gran servicio… Gracias a gente así, el mundo sigue girando.
Al rato me enseñarán la casa. El cuarto de los varones medianos… el cuarto de la hna. Evelyn… el dormitorio de las chicas grandes… el cuarto de la hna. Rocío… los baños acá… los más grandecitos… la habitación de la hna. Inés… las niñas pequeñas… acá la hna. Deysi… Viven con los niños, injertadas a su cotidianidad y a sus dramas, conectadas con sus emociones, juntos, como una familia. Todo el día los tienen encima, son como sus mamás, derrochan paciencia, ternura y suavidad.
“Pero… tendrán ustedes alguna zona reservada para la comunidad, ¿no?” – pregunto asombrado. Me muestran una especie de mini-loft, una estancia con un office, mesa y sillas, sillones, una tele, cafetera y estanterías con libros. “Hay una hora en la noche en que nos juntamos; ellos saben que es un momento que deben respetar y nadie llega. Ahí descansamos”. Me admiro.
También está la capilla, claro. La hna. María del Pilar, la más mayorcita, española como Inés, está orando. Intercambia sonrisas con Evelyn y Rocío, que son peruanas como Deysi… Descubro que este 24-365 con los niños no solo no desgasta su vida comunitaria, sino que hace que entre ellas haya una preciosa conexión que supera las naturales barreras generacionales y culturales.
Pero volvamos a la mesa, la conversa sobrevolando los platos ya vacíos. De pronto llegan una mamá y su hija, voluntarias, que traen en su carro un montón de cosas de un supermercado cercano. “Nos avisan y nos regalan alimentos próximos a caducar”. Y así tienen verduras, frutas, yogur… y hoy varias tortas y pasteles. Inés corta entre risas y bromas un pedazo bien generoso para cada uno. Muy rico realmente, pero no lo necesitaba para llevarme un gusto exquisito en el paladar de mi corazón.