Apuntes del diario de misión del Jueves y Viernes Santos Semana Santa con el agua hasta las rodillas (Ez 47, 4)
Hacía cuatro años que no pasaba la Semana Santa con la mochila al hombro, y me apetecía mucho salir a comunidades
| César Caro
No nos avisaron de que Puerto Alegría estaba bajo el agua víctima de la inundación, aunque no creo que eso nos hubiera desanimado de ir hasta allí a celebrar el Jueves Santo. Hacía cuatro años que no pasaba la Semana Santa con la mochila al hombro, y me apetecía mucho salir a comunidades. Por más que en Islandia intentaron disuadirme, ni modo: rumbo al Amazonas.
Es cierto que la crecida vuelve aún más difíciles las cosas porque a la gente le cuesta más salir de la casa, no todos tienen canoa y los hay mayorcitos que no se atreven a caminar por los improvisados puentes de tablas o por la vereda sumergida; pero hay que llegar. Y en casa del animador Homar nos presentamos un poco después del mediodía; le encontramos medio enfermo, como su esposa, e inmediatamente tuvimos que escuchar un cúmulo de lamentaciones, reclamaciones y justificaciones: “es que no pude ir al encuentro en Islandia porque…”, “es que tengo rota la cadena de la motosierra…”, “es que…”.
Éste es un pueblo grande a orillas del Amazonas, cerca ya de la triple frontera, donde al parecer “hay hartos católicos” pero la comunidad no termina de carburar. Tiene incluso hasta capilla (¡!), que está derrumbada y es la imagen plástica del abandono efectivo de la fe de esta gente. Uno de los motivos es que Homar no logra convocar a los vecinos para organizarse mínimamente, mucho menos para orar los domingos. Por eso me voy con él en la tarde a invitar, caminando con el agua hasta las rodillas, y así puedo conversar con varias personas que me preguntan por el Bautismo, si se pueden casar, etc. “Lo vemos todo esta noche, ahí les espero”.
Y sí, aunque no aparecen ni mucho menos todos los que podrían, se arma un grupo de veintitantas personas en la canchita junto al salón comunal. Rápidamente sacamos las sillas, preparamos una mesa y buscamos lo necesario para el lavatorio de los pies. La Cena del Señor, a la luz de una espléndida luna llena, resulta bonita a pesar de las dificultades para leer, entonar las canciones, etc. Lavo y beso varios pies (no son los más sucios de mi vida, ni mucho menos) y después salen algunas personas espontáneamente a hacer lo mismo. Al terminar mantenemos una conversación acerca de la comunidad, la necesidad de reunirse y de ponerse en marcha. Cuando hablamos de una nueva capilla se pone de manifiesto una tremenda pasividad: ya les han prometido y concedido apoyo, pero no son capaces ni de ir a recoger unas calaminas o de entregar un documento al municipio. Les doy un plazo de dos meses para moverse, o de lo contrario esa ayuda será destinada a otros lugares.
El Viernes hemos programado Rondiña II zona, un lugar que, después de varios intentos, parece que despega. Don Elías, antiguo animador de la época dorada de Indiana, junto con su esposa Leonarda, están decididos; su familia es grande (tienen 8 hijos), y junto a tres o cuatro familias más pueden formar una interesante comunidad cristiana. Nos reciben con cariño en una tarde muy calurosa, nos invitan a refresco, miramos unos enormes camaleones en lo alto de los árboles junto al río, y nos bañamos a la caída de la tarde, relajados y contentos.
A las 6 de la noche tenemos dispuesto el sitio de la celebración también al aire libre, pero justo cuando estamos comenzando se descuelga una lluvia repentina y hemos de pasar adentro de la casa. Nos acomodamos un grupo semejante al del día anterior. Durante la liturgia puedo ver al fondo a una mujer joven cocinando, de modo que la lectura del Siervo de Yahvé se mezcla con el olor a arroz hervido. Leo un trozo de la Pasión y hago un breve comentario, lo más sencillo que puedo, para ayudar a esta gente a vivir el momento siguiente: la adoración de la cruz. Van saliendo en total silencio, y casi todos colocan sus brazos en el palo transversal, como cuando se saluda a un amigo.
Me encanta este gesto, que cada cual hace a su manera. Trae a mi corazón otros viernes santos en mis pueblos, y me une a personas que amo. Es muy hermoso compartir la fe de esta manera humilde y corporal, intuitiva, construida entre la emoción y el agradecimiento. Acabamos todos satisfechos y serenos. De hecho ellos quieren quedarse cantando y así pasamos un buen rato más. A la hora de acostarse me duelen los dedos guitarristas pero saboreo mi felicidad misionera.